Comentaba en el texto anterior que en mi trayectoria con el equipo infantil de fútbol de Barakaldo Paúles solo llegué a pisar dos campos de hierba: Ategorri en Erandio y Fadura en Getxo. Matizo: hierba natural. Porque allá hacia finales de los 70 del siglo pasado, la hierba artificial era solo una promesa, no una realidad. Así que, al margen de Ategorri y Fadura, los demás campos eran patatales. La diferencia para una práctica más o menos decente del fútbol tenía que ver con que hubieran aplastado la arena o la tierra, y con que no estuviera embarrado.
Desde luego que recuerdo mucho más los patatales embarrados que los campos dignos. Por supuesto, las lluvias lo condicionaban todo. Así, de entrada, me vienen a la cabeza los inmundos campos de Artxanda (allí jugaba el Moraza), del Iturrigorri o incluso de Garellano (hoy desaparecido). Insisto: que pudiéramos jugar con cierta dignidad al fútbol quedaba condicionado por el estado del terreno de juego. Y, sí, me da que antes llovía más que ahora.
Nosotros jugábamos en el campo del San Vicente, que quedaba cerca del colegio, al otro lado de la carretera. Era un campo que contaba con pista de atletismo alrededor. Te pasabas la mitad del partido esperando a que alguien fuera a recoger el balón que se había quedado por ahí medio perdido en los aledaños del campo de juego. Me viene a la cabeza como un lugar inhóspito y frío.
Otro asunto eran los vestuarios. ¿Agua caliente? Bueno, pudiera ser que sí o pudiera ser que no. En general, recuerdo instalaciones que pedían a gritos reformas. O quizá derribos. Todo parecía muy precario. Apenas había público para vernos jugar. No se estilaba tanto como hoy que padres y madres acudieran a animar a sus criaturas. En mi caso, en dos temporadas creo que mi padre vino solo una vez a ver un partido.
Sin embargo, lo pasábamos bien. Y hacíamos risas. El siguiente día os cuento nuestra famosa táctica del fuera de juego, algo inusual a aquellas edades. Allí mandaba yo.