De pequeños de vez en cuando en casa nos asignaban nuestras tareas «de mayores». Eso quería decir que, más allá de que para mi hermana y para mí pudieran ser también un juego, había que hacerlo bien. Desde el punto de vista de nuestros padres o abuelos, claro está. Una de aquellas tareas consistía en preparar la ensaladilla rusa. Todo pasaba por picar bien fino cada uno de sus ingredientes.
En la receta que usaba mi madre entraba la lechuga. Había que irla cortando en pedacitos muy finos. En ocasiones salían una especie de tiras demasiado largas que luego había que repasar para que su tamaño acompasara al del resto de los ingredientes. Los huevos cocidos, la zanahoria, las aceitunas, la patata… todo requería paciencia. Pues no me digáis por qué, pero me recuerdo a mí mismo con aquella paciencia.
Porque ponerse manos a la obra en aquella tarea que iba a llevarnos su buen tiempo nos sumergía en un universo particular. Poco a poco, corte a corte, la montaña crecía y los ingredientes, todos reducidos a su mínima expresión, quedaban por fin esperando aquel momento final en el que la mayonesa lo iba a impregnar todo. Representaba una especie de catarsis final mediante la que todo el trabajo previo adquiría su sentido.
Aquellas mañanas en la cocina pasaban entretenidas. Era comida de fin de semana, claro está. Solo el sábado o el domingo podíamos ponernos a la faena. No recuerdo ningún otro premio que no fuera comérsela después. Luego de terminar el trabajo de preparación, la ensaladilla iba directa a la nevera y allí se quedaba un buen rato esperando a que llegara la hora de comer. Allí estaba: nuestra ensaladilla rusa.
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