Si un año antes habíamos ido de vacaciones con nuestros tíos a Benidorm, el siguiente verano nos fuimos a Marbella. Otra vez: cuatro adultos y dos niños en un Seat 124 cruzaban la península de norte a sur. Por supuesto, con parada en el camino y con algún que otro problema mecánico. Pero nada podía impedir cumplir con unas nuevas vacaciones estivales en las playas que salían en la tele de entonces.
De aquel viaje, tengo tres recuerdos que se han quedado a vivir conmigo. El primero es el de la leche. Porque en casa bebíamos la leche de nuestras vacas y allá en Marbella se compraba, claro está, en botella. Y no había forma de que aquel sabor mantuviera parecido alguno con el que teníamos por costumbre. Así que fueron mañanas de pequeñas peleas para desayunar. Las galletas, untadas en leche, no eran lo mismo, no podían serlo.
El segundo recuerdo tiene que ver con Puerto Banús. Era la meca de la sofisticación y del poderío económico de entonces. Y cual familia de pueblo, allá que nos fuimos a quedar cautivados con los yates y con todo lo que se movía a su alrededor. Como familia de clase media, supongo que representaba un ejercicio de admiración hacia un estatus que nunca alcanzaríamos. Era simplemente cuestión de dinero.
Pero lo que marcó aquel verano en Marbella fue el terremoto. Yo no recuerdo sentirlo. Pero mis padres y mis tíos lo tenían claro: ¿lo habéis notado?, ha sido como si el cuadro de la pared se moviera, ha tenido que ser un terremoto. Y, efectivamente, en la radio y en la televisión lo confirmaban. Los periódicos le dedicaron algún que otro titular. Aquellas vacaciones fueron las del terremoto de Marbella.
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