El comedor

by Julen

En casa mi habitación hacía las veces también de sala de estar. Era una disposición curiosa. Esto era así porque el comedor era una especie de lugar sagrado en el que casi nunca había nadie. Podía haber desempeñado esa función de sala de estar, pero solo se usaba para ocasiones muy especiales. O sea, nunca o casi nunca nos sentábamos a su mesa. Y eso que era seguramente la habitación más grande.

El comedor recibía ese nombre porque en el centro, efectivamente, había una mesa y a su alrededor unas sillas. Todo dispuesto para comer. Claro que no era una mesa y unas sillas cualesquiera. La mesa aún resiste porque, con el tiempo, cuando quitamos los animales y las cuadras desaparecieron, se empleó en lo que hoy en día llamamos el txoko. Pero mientras vivimos en casa, de niño apenas si tengo recuerdo de haber comido en aquella especie de santuario alguna vez.

Las sillas eran enormes, muy complicadas de mover. Parecía que estuvieran atadas a un yunque. Quizá por eso, el comedor siempre parecía inmóvil, ajeno a cualquier dinámica de la casa. Pasara lo que pasara, aquel comedor permanecía inmutable, callado, a la espera de que algún motivo justificara su uso. Sin embargo, pasaban meses enteros sin que nada ocurriera.

De niño no entendía muy bien aquel respeto a un espacio «de mayores». Mi hermana y yo no teníamos que entrar allí para nada. Los armarios guardaban las cuberterías y los manteles. Se veían adornos serios, hasta cierto punto tristes, anclados al pasado. El comedor imponía. Vacío, callado, un espacio extraño en una casa pequeña que bullía de actividad por todas partes. Menos allí. El comedor vivía en una dimensión paralela.

Imagen creada mediante IA vía Copilot.

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