Hacer hierba

Escuchaba esa expresión y pensaba en la magia y el misterio. En realidad, era mucho más simple. Así era como se explicaba ir a segar. «Hacer» parecía enfrentar dos momentos cualitativos diferentes: un antes sin ella y un después con ella. Pero no, «hacer hierba» era la manera cotidiana en que conseguir el alimento para nuestros queridos rumiantes. Existía antes y nosotros solo la cortábamos. Las vacas, casi siempre dos, cada una con su nombre, sabían que de vez en cuando les llegaba un pequeño manjar.

Había hierba y hierba. Yo siempre supuse que la de primavera tenía que estar más rica. Claro que nunca la probé. Pero era capaz de ponerme en su lugar y me parecía evidente que había diferencias obvias. Por ejemplo, la hierba de primavera tenía necesariamente que ocupar el mejor sitio. De brotes cortos, pero que crecían rápido, segada a lo mejor a primera hora del día, todavía con el rocío presente, aquello debía ser canela en rama.

Era una hierba que yo, con mis ocho o diez años, podía segar bien. La guadaña, bien afilada, hacía su trabajo y mis manos todavía en formación conseguían con cierta facilidad un buen apurado. La punta ligeramente hacia arriba, el movimiento rítmico, la velocidad ni muy deprisa ni muy lenta. Pulir los defectos era fácil. Mi abuelo me corregía y yo, por supuesto, le hacía caso en todo lo que decía. Era mi abuelo.

Íbamos a «hacer hierba». Conformábamos una pequeña procesión. La burra, el perro, mi abuelo y yo. Aunque a veces no hacía falta ir muy lejos porque las campas que quedaban cerca de la casa podían ser también el lugar de la escena. Supongo que eran momentos de felicidad infantil, esa que uno no apreciaba hasta que el tiempo lo va moldeando todo al capricho del sentimiento. Aquella hierba, no me digáis por qué, me viene al recuerdo de vez en cuando.

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