Eczema

by Julen

Ni sé la de veces que de pequeño tuve que ir a dermatología. Recuerdo las consultas en el dispensario de Barakaldo, un lugar que sentía amenazante e intimidatorio. Siempre con mi madre. Íbamos allí porque, no se sabía por qué, me atacaba de forma recurrente un eczema. Sobre todo entre los dedos de los pies. Y picaba, picaba como un demonio. Así que peregrinábamos hasta la consulta en busca de remedios.

El tratamiento incluía básicamente dos tipos de curas. La primera era a base de pomadas. Fueron varios años de ver cómo aquellas llagas que de vez en cuando se ponían feas y supuraban recibían dosis industriales de cortisona. Todavía hoy soy capaz de ver aquel ungüento blanquecino. Una y otra vez, siempre lo mismo. Más pomada, que el niño mire usted cómo está.

La segunda cura era preventiva: el agua, según parece, era lo peor para mi eczema. Así que había que evitar el contacto de los pies con el agua. Eso incluía la temporada de playa. Llegué a ir con una especie de patucos de goma blanda que se cerraban para intentar que el pie no se mojara. Imposible tarea. Siempre me he llevado mal con el agua. Quizá haya que buscar una explicación en mi eczema.

Todavía hoy, muy de vez en cuando, tengo algún pequeño brote. Se ve que mi piel, al menos en los pies, no es de buena calidad. Pero es asunto menor. Nada que ver con aquella pequeña tortura que me persiguió unos cuantos años. No soy consciente de que cuándo me abandonó. Lo hizo. Se marchó, por fin. El dispensario de Barakaldo y su doctora especialista en dermatología quedaron atrás. Pero aquí se quedaron, en el recuerdo.

Imagen de Public Co en Pixabay.

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