Nuestra casa

by Julen

Ahora todo parece pequeño, casi diminuto. La escala de la infancia nada tiene que ver con la mirada adulta de hoy. Nada más subir las escaleras y abrir la puerta para entrar en casa, queda el primer pasillo, el de los partidos de fútbol imposibles con mi abuelo. A la derecha unas escaleras muy empinadas suben al camarote. Allá arriba crecía un universo paralelo envuelto en un aire mágico. Mezclo el presente con el pasado.

El comedor quedaba a la izquierda, al fondo del primer tramo del pasillo. Lo fue durante un tiempo, pero luego sucumbió al progreso. Aquella mesa imponente lucía su propia corte marcial: seis sillas imposibles para un niño. No había que entrar. Era un lugar por excepción. Aunque por allí se accedía a la habitación de mi hermana, nunca tuvo hueco para los pequeños. El comedor era de mayores. Nosotros quedábamos al margen.

Un segundo tramo de pasillo, en forma de L, daba acceso a la habitación de mis padres, a la mía −siempre fue multiusos porque tenía mirador−, a la de mis abuelos y, por fin, al fondo a la izquierda, a la cocina. De frente quedaba el servicio, pequeño, como todo en nuestra casa. En aquella época la cocina era la vida. Allí se podía entender lo que éramos o dejábamos de ser. Allí estaba la verdad.

Las ventanas de la cocina daban al sur. Veíamos una primera pequeña huerta que trabajaba mi abuelo. Detrás quedaba la encina, la que nos protegía de la ferocidad del viento sur. Más allá, abajo, El Valle, y en lo alto, La Reineta. Sin embargo, el mirador oficial quedaba al otro lado, al norte. Era el que daba a la carretera, el que daba a la vecindad, el que entretenía y hacía las veces de radio y televisión.

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