Recuerdo de forma nítida los días de escarcha: los cristales de la ventana de la cocina empañados, la estufa de butano encendida y una pereza inmensa para desayunar, vestirse e ir a clase. Era un momento para jugar a hacer dibujos en el cristal mientras allá fuera todo invitaba a quedarse en casa. La cocina era el refugio que dulcificaba la escena. No se estaba mal allá dentro.
Si eras capaz de devolver el cristal de la cocina a su estado transparente, te sorprendías con el espectáculo. Las campas de alrededor de la casa lucían un blanco espectacular. Las plantas transpiraban y sus columnas de vaho ascendían lentamente hasta fagocitarse en la nada. Sí, la escena reunía una belleza hasta cierto punto mágica y, a la vez, una hostilidad cosida a las bajas temperaturas.
La estufa de butano permitía emplear un pequeño colgador metálico en el que se calentaba nuestra ropa interior y los calcetines. La sensación de recibir aquel calor sobre la piel era (y sigue siendo) fantástica. Y es que la ceremonia de preparación para afrontar el camino hasta la escuela en aquellos días de escarcha incluía varios ritos más: guantes, bufanda, pasamontañas, botas…
Hoy en la ciudad no hay forma de encontrar una mañana así. No hay días de escarcha. El doble acristalamiento y la calefacción central imponen su ley. Nos perdemos en la comodidad, nos perdemos en el progreso. Desde la cocina no veo nada. Así que me escapo a imaginar, a volver a imaginar cómo eran aquellos días medio siglo atrás. No quiero olvidarlos.