Los miedos infantiles y la catarsis del fútbol

Siempre fui un niño miedoso. Y llorón, que añadiría mi madre. Nunca sentí que el mundo estaba a mi alrededor para comérselo. Creo que, de alguna manera, había construido una zona de seguridad que tenía que ver con mis abuelos, con mis juegos, con la vida pegada a los animales y las tierras. La escuela pública del barrio y luego el colegio de curas a partir de 4º de EGB siempre aparecían como lugares amenazantes. Es como lo recuerdo.

Diría que mi felicidad tenía que ver con la burbuja que era capaz de sostener a mi alrededor. Recuerdo que los amigos del barrio venían de vez en cuando a mi casa y montábamos partidos improvisados de fútbol allí donde podíamos en las campas de alrededor. Ellos venían; yo continuaba en mi territorio. Nuestra casa era la última del barrio, la más alejada de la escuela. Aquel era mi territorio. Y lo tenía casi todo para autoabastecerme de una felicidad muy básica.

Claro que con nueve años me hicieron salir del barrio para ir al colegio, a Barakaldo. Aquello estaba a un mundo de distancia. Había que coger uno o dos autobuses. Mi zona de confort saltaba por los aires. El colegio se convirtió, si cabe aún más, en un motivo de desasosiego. A veces creo que algo sucedió allí que no soy capaz de entender porque no he vuelto a poner el pie en sus instalaciones. Estuve allí nueve años y no he vuelto jamás.

Si me miro con aquella edad encuentro a un niño relativamente apocado. Eso sí, un par de trucos me mantenían a flote con dignidad: sacaba muy buenas notas y jugaba bien a fútbol y muy bien al frontón. Con el paso de los años incluso cogí la capitanía del equipo de fútbol infantil del colegio, que estaba federado y exigía entrenamientos más o menos serios. ¿De qué jugaba? De lo que entonces se decía «hombre libre» de la defensa. Sí, aquel que mandaba y daba órdenes desde su lugar de juego. A lo mejor fue el inicio de una cierta rebelión. Sucedió a los 14 años.

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