La ventana empañada

by Julen

La cocina, en invierno, era en gran parte su ventana empañada. Aquella ventana conformaba una barrera entre el frío del exterior y el calor del hogar, que que emanaba de la estufa de butano primero y luego, con el paso del tiempo, de los radiadores eléctricos. Fuera, aquel frío gélido se convertía en la disculpa ideal para remolonear un poco más entre las sábanas. Pero enseguida lo sabíamos. Solo había que levantarse de la cama e ir a la cocina. Allí, la ventana lo explicaba todo. Todo lo que importaba.

La humedad, condensada en el cristal, se convertía en un lienzo para que nuestros dedos jugaran a hacer magia. Podía tratarse solo de un simple juego y restregar la mano abierta para ver lo que pasaba allá fuera o convertirse en un reto para nuestra imaginación. Aquella pizarra improvisada sacaba nuestras sonrisas. Era única. Solo necesitábamos frío fuera y calor en casa.

Era una ventana corredera. En una cocina pequeña como la nuestra, participaba del reto de ganar espacio como fuera. Se saltó las leyes de la tradición y aquella ventana cambió de status. Era diferente, llegaba de la mano del paso de los años. Ayudaba a entender el mundo en el que vivíamos. Una simple ventana a los ojos de un niño representaba mucho más que su condición funcional. La ventana se convertía en un imán.

Llegar hasta aquel cristal equivalía también a reconocer que habíamos crecido. Nuestros dedos alcanzaban la pizarra mágica. Atrás quedaban aquellos otros tiempos en que solo si alguien te cogía en brazos podías hacerlo. La ventana reflejaba también que habíamos llegado hasta allí, hasta una altura en la que las frías mañanas de invierno eran una simple disculpa para jugar. Niños.

Imagen de Pexels en Pixabay.

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