No fue gol

En cuarto de EGB me sacaron de las escuelas de mi barrio y me llevaron a un colegio de curas, solo para chicos, en Barakaldo. Siempre fui un niño más bien tímido y aquel salto me costó lo suyo. Claro que, como buen estudiante, no tuve problema alguno con las clases y las buenas notas siguieron siendo habituales. Pero entre la chavalería, evidentemente, había otras normas para aceptar a los nuevos.

Los deportes importaban. Bueno, más que los deportes, el asunto era el fútbol. Y yo jugaba bastante bien. Eso sí, en lo que realmente destacaba era en el frontón, fuera a pala o con raqueta. Así que por allí se me ofrecía una buena oportunidad para ganarme una cierta reputación. En Paúles, que era mi nuevo colegio, fútbol y frontón —además de baloncesto— eran la puerta de entrada al respeto en nuestras pequeñas y a veces crueles comunidades infantiles.

Cada clase tenía su equipo: 4ºA, 4ºB, 4ºC. Eran años con mucha chavalería. Las clases podían ser de 50 alumnos. Pues bien, llegó el día: tenía ante mí el primer partido con el equipo de mi clase. Me habían seleccionado. Jugábamos en sábado en el campo de fútbol del patio del colegio. Era de cemento y de unas dimensiones considerables, aunque no de tamaño reglamentario. Las porterías, metálicas, eran blancas, con todos sus travesaños, pero sin redes.

Me pusieron de delantero, algo que era raro para mí. Me gustaba más la defensa. Empatamos a dos. Marqué casi al final el empate. Fue un remate de cabeza. El portero del equipo contrario se mosqueó y empezó a decirle al árbitro (un cura que luego nos dio latín) que no había sido gol, que el balón había pasado por el lateral y no entre los tres palos. Me decía que no mintiera, que dijera lo que había pasado. Demasiada presión. Creo que solo lo sabíamos él y yo. Me callé. Empate a dos. Pero no fue gol. El recuerdo se ha quedado a vivir conmigo hasta hoy.

Imagen de Frauke Riether en Pixabay.