Quizá sea de los recuerdos más bonitos de mi infancia. Me refiero a aquellos días de invierno que amanecían sin una nube en el cielo y con un frío intenso. Desde la ventana de la cocina se veían las campas blancas. El rocío se desperezaba con los primeros rayos de sol del día y susurraba nubes de vapor de agua que se elevaban despacio. Todo en un escenario de calma inmensa, de tiempo detenido, de momento único.
Aquel frío de fuera era el contrapunto perfecto para volver a la cama si, por casualidad, sucedía en fin de semana. En cambio, si era día de labor, nos esperaba el camino hasta las escuelas. Entonces, sí; entonces, el frío nos hacía verdadera compañía. Caminábamos encogidos, con toda la ropa que fuera necesaria encima para aguantar el desafío.
En casa los cristales de las ventanas se empañaban. La estufa de butano cumplía su función. Calentábamos nuestra ropa interior a su lado para ganarle la batalla a aquellas gélidas mañanas invernales. Mientras, fuera, todo era blanco. Las campas explicaban así el descenso térmico. Una estampa bonita a los ojos de un niño. La escarcha era un regalo para nuestros ojos. Frío, mucho frío. Pero la sensación de calidez era inmediata.
Hace mucho que no veo, al mirar por las ventanas de mi casa en invierno, campas. La ciudad se las engulló a lomos del progreso. Las campas, estoy seguro, siguen allí en el barrio, a la espera de que amanezcan nuevos días rasos de invierno. Se seguirán tiñendo de blanco para que otras criaturas jueguen a hacer dibujos en las ventanas empañadas de sus cocinas. Y para que sientan y disfruten del contraste.