El Pascual

by Julen

En cuarto de EGB me cambiaron de colegio. De las escuelas del barrio en que vivía me llevaron a los Paúles, en Barakaldo. Fue un cambio importante. Suponía dejar atrás las amistadas de toda la vida —bueno, de aquellos pocos años de mi vida— y conocer a otros niños. Era, claro está, un colegio que segregaba por sexo. Solo éramos chicos.

Aquel aterrizaje en un modelo diferente me marcó. El colegio tenía un patio enorme para las referencias que yo manejaba. Disponía de un campo de fútbol bastante grande, de un frontón cubierto y de varias canchas de baloncesto. Prometía. Sin embargo, las filas que nos obligaban a conformar para entrar a clase no tenían nada que ver con la algarabía a la que estaba acostumbrado en mis escuelas. Allí pasaba algo diferente.

Poco a poco comencé a comprender. Aquellos curas tenían su estilo. Y, entre ellos, habitaban los monstruos. Uno —no el único— al que siempre sentí así fue al (Padre) Pascual. Entre la chavalería le quitábamos lo de «padre». Era «El Pascual», un tipo siniestro cuya fama iba de la mano de las hostias que nos calzaba. Daba inglés. Y un día, no sé muy bien por qué, yo también recibí el castigo: un tortazo con la mano abierta de los que se dan con toda el alma y que se reciben con pleno sentimiento de humillación.

Estudié hasta COU en aquel colegio. Nunca he vuelto a poner el pie allí desde que salí. Dentro de sus aulas transcurrieron nueve años. Siempre fui un alumno de los de buenas notas y comportamiento nada conflictivo. El paso del tiempo hizo su trabajo. Si alguien pretendió inculcarme valores católicos, apostólicos y romanos, el efecto fue diametralmente opuesto. El Pascual solo fue una anécdota, un detalle. Todo lo demás solo fue confirmar un fracaso enorme.

Imagen de Jorge Kavicki Jkavicki en Pixabay.

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