El autobús del colegio

Era lo más parecido a la ley de la selva. Una jauría de niños de diferentes edades —lo que implicaba, rangos distintos— era capaz de conformar allí dentro una férrea y hasta cierto punto salvaje disciplina. Lo habitual es que no hubiera sitio para que cada cual tuviera su asiento. A partir de ahí, la ley del más fuerte. Así de sencillo.

Supongo que en su momento lo veíamos lógico. Cuando llegaba el autobús de Castellanos tocaba buscarse la vida. A veces recuerdo a algún que otro cura tratando de organizar la fiesta. Imposible. Las filas se transformaban en una contienda en la que comenzaban a quedar claras las fuerzas. Porque no solo se trataba de entrar, sino de mantener un cierto estatus allá en el interior. O sea, de conseguir un asiento. O algo parecido.

La violencia infantil encontraba allí el lugar ideal para reinar. Los golpes, más o menos fuertes, con más o menos ganas de herir, estaban a la orden del día. También es cierto que terminabas por naturalizar aquellos comportamientos. Era lo que era. Las reglas estaban claras, aunque no las pudieras leer en ningún reglamento. Los mayores abusaban de los pequeños. Las filas del fondo conformaban el particular lugar de mando.

Hoy casi parece irreal. No me imagino que pudiera suceder en la actualidad. Aquellos autobuses, con sus cuatro viajes diarios al colegio, eran toda una prueba para un carácter blandengue como el mío. Allí dentro, en un viaje que podía durar quince o veinte minutos, comenzaban las clases. Un simple ejercicio de supervivencia hasta entrar en el aula.

Imagen de Yerson Retamal en Pixabay.