Los higos

by Julen

Alrededor de nuestra casa teníamos varias higueras. Algunas estaban en terrenos de mi abuelo, pero otras eran una especie de bien público, repartidas aquí y allá, a la espera de que alguien se animara a subir y coger sus frutos. Ni sé la de higos que habré comido de pequeño. Siempre los recuerdo asociados al final de verano. Era un no parar. Y había que andarse con ojo porque, como te excedieras, te llevabas un buen calentón de morros.

En casa siempre tuvimos una junto al eucalipto. Era, por así decirlo, la opción más sencilla. La higuera no era muy grande y alcanzar sus higos no requería, por tanto, demasiado esfuerzo. Bajabas a la huerta y si querías, allí estaban, esperando. A veces incluso podías aprovecharte de algunos recién caídos al suelo.

Sin embargo, en el barrio crecían también otro tipo de higueras, de mucho mayor porte. Y en este caso ofrecían el aliciente de tener que subirse al árbol. A veces usábamos una escalera, pero otras era cuestión de habilidad para encaramarse y empezar con la recolecta. Si estábamos organizados, los íbamos metiendo unas pequeñas cestas de mimbre. Si era un simple asalto infantil, higo que cogíamos, higo que comíamos.

Y teníamos también nuestro secreto mejor guardado: las higueras de higo morado. Porque la inmensa mayoría de las que crecían en el barrio eran de higo blanco. Pero también las había, mucho más escasas, de otro tipo de higo, más dulce aún. Mi abuelo sabía dónde las había y esa excursión era aún más emocionante. Aquellos higos, como digo, estuvieron siempre asociados al fin del verano.

Imagen de Jose Antonio Alba en Pixabay.

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