Los huevos fritos

by Julen

En casa siempre tuvimos gallinas. Así que un alimento básico de nuestra dieta eran los huevos. Sobre todo, fritos o en tortilla. Aún recuerdo la emoción de mirar si, de alguno que sobresalía en tamaño respecto a los demás, salían dos yemas. Mi abuelo siempre nos los reservaba para mi hermana y para mí. Y, claro, con su sabiduría en este tipo de cosas, casi siempre acertaba.

Cada huevo tenía escrito a lápiz en su cáscara el día en que lo habíamos recogido del gallinero. Era la forma en que organizar el orden a la hora de consumirlo. Solían estar todos juntos, en riguroso orden, de más reciente a más antiguo. Era algo que hacía mi madre, pero a veces también nos dejaba meter baza y, con cuidado, escribíamos el número, porque la cáscara era material, evidentemente, muy delicado.

Como buen niño con sus manías, a mí no me gustaba nada que, al freírlo, la clara del huevo no quedara compacta. Creo que he echado más de una lágrima ante semejante atentado. Además, había que tener cuidado, porque los huevos más frescos eran más proclives a ese tipo de anomalía. Y no veáis qué desastre cuando la yema se rompía antes de tiempo.

Los huevos fritos siempre traían compañía. Lo más habitual era el pan y las patatas fritas, pero siempre quedaba la posibilidad del chorizo o el beicon. Además, era una comida para la que, de alguna forma, teníamos permiso a la hora de prepararla. Es decir, podíamos coger la sartén, echar el aceite, calentarlo y freírlos por nosotros mismos. Eso sí, de vez en cuando el aceite saltaba y había que andarse con ojo. Los huevos se ponían de mal genio.

Imagen: Spanish4foodies, CC BY-SA 3.0, via Wikimedia Commons

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