Sopa con garbanzos

by Julen

Era muy habitual que el domingo marcháramos de excursión con mis padres. Mi madre era la que conducía el coche y teníamos algunos destinos habituales que repetíamos en una especie de liturgia dominical. Sin embargo, de vez en cuando, no sé muy bien por qué, nos quedábamos en casa. Quizá el mal tiempo o alguna obligación que a mí se  me escapaba obligaba a ello.

Muchos de aquellos domingos en casa eran días de sopa con garbanzos. El caldo había exigido el sacrificio previo de una gallina. Había animales que en casa caían claramente en la categoría «comestible». Les pasaba a los conejos, a las gallinas e incluso a los pichones. De todos ellos, las gallinas (o los pollos) eran los que con más frecuencia acababan en nuestros platos.

Aquella sopa venía de un caldo de gallina y, por supuesto, nuestra infancia está repleta de animales sacrificados. Allá estábamos nosotros para colocar el katilu y recoger la sangre tras un certero tajo en el cuello, cerca de la cresta. Lo veíamos de la forma más natural. Formaba parte de la vida familiar. Sabíamos que aquellos animales estaban allí para eso, para acabar como alimento cotidiano.

La sopa con garbanzos marcaba, desconozco el motivo, una cierta jerarquía en nuestras comidas. Como digo, era comida de domingo, una especie de momento especial. Siempre teníamos nuestras peleas por el espesor de aquella sopa (podía contener más o menos fideo), pero se dejaba querer. Eran domingos diferentes. Luego después de terminar de comer quizá había tiempo de pasear por las campas de los alrededores con mi abuelo. Todo un lujo.

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