Creo que siempre había bacaladas colgadas dentro la cocina. Cuando llovía mi madre tendía la ropa allí, en un colgador artesanal que iba de lado a lado de la cocina. Podía o no habar ropa tendida, pero lo que recuerdo que siempre había eran las bacaladas. Formaban parte del paisaje de la cocina, como las cazuelas, el fregadero o la nevera. Las bacaladas no podían faltar.
De la misma forma que recuerdo aquellas bacaladas, veo a mi abuelo comiendo así, «a palo seco» aquel alimento. Le veo con un cuchillo afilado cortando un pedazo y, sin más, comiéndoselo. Siempre le gustó todo lo salado y seguramente aquellas bacaladas habían escalado hasta el podio de sus preferencias. Porque, desde mi limitada capacidad de observación infantil, aquella forma de comer pescado me parecía de otro planeta.
También recuerdo acompañar a mi madre a compras en la tienda del barrio más cercana (hoy ya no existe) y verlas expuestas. Supongo que era un alimento popular. Claro que en aquella tienda debía de haber de casi todo por muy pequeña que fuera. Mediante algún extraño milagro de por medio, se podían comprar bacaladas como si fuera un alimento que venía de la huerta de al lado.
Con los años supe que aquellas bacaladas venían, sobre todo, de Noruega. ¿Cómo llegaban hasta la tienda de ultramarinos de mi barrio? Y lo que era más extraño: ¿por qué aquel alimento formaba parte de la dieta de la gente «normal» de hace 50 años? Cosas de la distribución, quiero pensar. Las bacaladas siempre estuvieron colgadas dentro de la cocina en la que pasé mi infancia. Se puede decir que hasta les tengo cierto cariño.
Imagen destacada: Sharon Hahn Darlin, CC BY 2.0, via Wikimedia Commons.
2 comentarios
En la cocina de casa no, pero yo las recuerdo en los exteriores de tiendas en las Siete Calles. Es más: diría que una tienda en concreto tenía ese nombre, o, al menos, así la llamaba mi madre.
Supongo que eran baratas y alimentaban… digo yo