Dos vacas

by Julen

No soy capaz de ver una sola. Siempre eran dos. Bueno, a veces, cuando parían, había un tercer invitado en la cuadra, pero yo sabía que el número, no me digáis por qué, eran dos. Cada cual con su nombre. Cada cual con su carácter. Desde entonces siempre me he sentido cómodo con ellas. Las he visto tranquilas, a lo suyo, amables. Me inspiran confianza. Y una buena dosis de ternura.

Ellas se sabían privilegiadas en aquel curioso ecosistema de animales domésticos. Valían su peso en oro. El motivo era su leche. No solo para consumo propio, sino también para venderla, para hacer queso o para unos espectaculares bollos con nata. Sí, supongo que todas aquellas posibilidades con la leche conferían a las vacas un estatus por encima del resto de animales. Las vacas se lo merecían.

Sus nombres siempre tenían que ver con su aspecto. No había lugar a la imaginación. Era el nombre lógico cuando las mirabas; puro sentido práctico. Ellas lo debían saber, me imagino. Normalmente hacían caso. A no ser que en algún verano sofocante, que los había, les picara la mosca. Las pobres entonces se volvían locas, incapaces de soportar semejante enjambre de insectos a su alrededor. Entonces, cosa extraña, mi abuelo se ponía nervioso y juraba de lo lindo: me cago en el santo cristo de luchana. Es mi recuerdo.

Ahora, cuando veo granjas con cientos de vacas estabuladas, cada una en su cárcel, no puedo evitarlo: me parece una crueldad extrema. El nombre grapado en la oreja: un simple número. No hay más, un número. Una deshumanización bestial. Porque somos nosotros, no ellas; somos los humanos quienes hemos perdido el norte. Aquellas dos vacas han pasado a mejor vida. En muchos sentidos.

Imagen de Robert Jones en Pixabay.

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