No, no había forma de imaginar el momento en que estamos. Y no porque no formara parte de nuestra condición humana. Quizá el tecnologicismo galopante en que vivimos hizo imposible preverlo. La cura de humildad es de tal calibre que hay que volver atrás y buscar en qué momento dejamos de ser humanos. Porque la enfermedad es parte de lo que somos. Y las enfermedades nacen, crecen, se reproducen y mueren. Sí, aparecen nuevas de la mano esta lujuría química en que hemos convertido el planeta. Era impensable y hoy es parte de lo cotidiano. Pero lo inquietante es que no sabemos cuándo dejará de serlo y si, una vez dominada la enfermedad, nuestra humanidad no será ya nunca a partir de ahora la que era.
En cualquier caso, olvidaremos. El progreso no es lineal y estas sacudidas nos ponen en nuestro lugar. En la era de los datos no sabemos contar bien los muertos ni siquiera los enfermos. Las pruebas aportan datos y los datos se confunden entre sí. Las estadísticas oficiales reflejan, otra vez, las limitaciones a las que estamos abocados. Las tragedias se esconden puertas adentro en residencias de mayores. Allí la esperanza de vida se alarga hasta donde alcanza el virus. Hay que contar muertes y hay que contar dónde y cómo. En el primer caso son simples números; en el segundo se trata de humanizar el destino. Morir es la estación final, pero importa contar cómo llegamos hasta allí.
Nadie lo pudo haber imaginado. No estaba en los análisis de la mejor de las prospectivas. Era imposible. Era impensable. Ahora toca convivir con el duelo. No vamos a poder decir que no supimos que primero era la salud. Una simple frase hecha que nos aterrizó de golpe en lo más básico de la humanidad. Tan simple.
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