Repasas el texto, cómo no. A fin de cuentas no es tan extenso. Lo lees y siempre aparece algo que cambiar. Es raro que el discurso fluya entero y que aguante la revisión. La lava encuentra alguna que otra dificultad en el camino. Así que no iban a ser menos esas palabras que salen de por ahí dentro, como quieren, cuando quieren. Claro que hay atascos, por mucha escapatoria que localicen.
Por eso hay que volver al comienzo. Empezamos de nuevo. Vas con la primera frase. No hay problema, no suele haberlo a esas alturas de artículo. Comenzaste con la idea clara y ese primer contacto con el exterior no provoca grandes seísmos. Si acaso alguna pequeña duda, una palabra aquí, una expresión allá. Sí, claro que podría ser de otra manera. Siempre hay otra forma.
No parece que haya nada que delate falta de diligencia. Sin embargo, suele haber una tercera ocasión. La primera dio lugar al texto y la segunda buscó alternativas. La tercera se fija en los errores, en letras y signos que nacieron porque los dedos no acertaron con la tecla adecuada. Y se fija también en palabras que no debían estar ahí. Esas que con cinco años ya habrías eliminado de la redacción que te encargaron en clase.
Llega el momento de publicar. El texto sale de su guarida y comienza la exposición pública. Clic, publicado. Pero, más aún, el texto se sobreexpone. Siempre con el misterio de quién lee al otro lado, con qué actitud, por qué curiosa razón. Suele ser entonces, cuando el error adquiere protagonismo. Las luces se fijan en él. Sí, es entonces cuando todo el texto es solo eso: un error, el error.
4 comentarios
Certero Julen vas por delante de lo fácil que fluyen las ideas y las palabras por la cabeza y lo difícil que resulta escupirlas sobre la hoja en blanco.
Dos universos condenados a entenderse, Rai.
Interesante reflexión. A mi siempre me sobra algo cuando releeo lo que he escrito; ideas que se entienden mejor con menos palabras …
Será, Germán, que a menudo menos es más.