Hubo tiempo en que la luz era negra. Era luz y era negra. Claro que en días de optimismo desbordado se veía gris, entremezclada con la niebla y el humo de las chimeneas. La ría servía de espejo y recogía las mil tonalidades de aquella iluminación tan característica.
El tiempo terminó por añadir colores. La industria asumió poco a poco su fracaso. Sin embargo, su sombra sigue ahí, vestida de miles de ruinas, de olvido y a la espera de un entierro a veces vergonzoso. El futuro de viste de un progreso en el que cierto patrimonio debe quedar escondido a los ojos de la gente.
Blanco y negro. Niebla. Días de bruma y nostalgia. La luz negra lo era todo. Un intento de sacar una sonrisa cuando parecía casi imposible. El orgullo de una fealdad reconvertida en arte a lomos de una cámara. Un instante para captar lo que fue y lo que, todavía, aunque a duras penas, permanece. Es la memoria que se resiste a abandonar la ría.
Cada vez queda menos. Las huellas se van borrando. Pero fue tan inmensa su presencia que siempre queda algún detalle. Por nimio que parezca, su poder evocador es tremendo. El pasado se acelera y aparece en el recuerdo, obstinado, con esa precisión que la luz negra aporta.
Texto inspirado en la muy recomendable exposición de fotografía de Carlos Cánovas en la Sala Rekalde aquí en Bilbao.