Están por todas partes pero solo algunas captan nuestra atención. Historias que suceden, porque sí o por decisión propia. O ajena. Historias que se agarran a las paredes, que vomitan la vida misma. Una forma de entendernos. Una secuencia que encadena a humanos y a sus actos. Interpretada. Como no puede ser de otra forma.
Las que más me gustan son las historias de sonrisas. O quizá de medias sonrisas. Un punto justo de transgresión. Una pizca de surrealismo. A fuego lento, que se cueza bien. Aunque luego se resuma en apenas cinco minutos de conversación. Una historia que tiene alma y que desborda la narración.
Pienso en historias imposibles. También tienen su hueco. Por extrañas o únicas. Diferentes. Historias que se rodean de otras historias en un entramado sin puerta de salida. Historias que se hacen recursivas para no enfrentar la realidad, que se alimentan de sí mismas, que devoran sus propios desenlaces para comenzar de nuevo.
Son bonitas las historias. Ensimisman y al tiempo evaden. Evocan y connotan. Juegan en la estantería de los libros y se resbalan mil y una veces. Las escuchas mientras se ríen de tu devoción. Te cuentan lo que querías escuchar porque saben que tú siempre tergiversas los hechos. Qué bonito. Tergiversar, una palabra que da pie a una historia.
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