La estufa

by Julen

GebreLa ventana está empañada. Fuera hace frío. Seguro que hace mucho frío. El niño todavía no parece haber despertado del todo. Sus movimientos son lentos, perezosos y parece que nadara aún en alguno de sus sueños nocturnos. La mirada perdida. La estufa encendida.

Su madre, en cambio, despliega una actividad casi frenética. Sabe que le corresponde. Sus dos niños son, claro, como todos los demás a estas horas. A las nueve tendrán que estar en la escuela. Y desde que se levantan hasta que llegan allí hay tarea de por medio. Todo sucede dentro de  aquella pequeña cocina, densa, aislada del frío que se empeña una y otra vez en colarse por las rendijas.

La ropita está tendida sobre la parrilla de la estufa. El olor del butano, la llama azulada, los rectángulos inflamados, todo eso es también rutina. Calor para mitigar el áspero contacto de la piel de los niños con la tela de sus prendas. La estufa se apodera del ambiente. Metálica y fría hasta que prende la llama y se reconvierte en compañía agradable de cualquier mañana de invierno.

Sucede todo con una lenta parsimonia que pone a prueba la paciencia de la mujer. Hay que lavar esas dos caritas, hay que insistir para que se vistan, para que desayunen, para que recojan todas sus cosas y las metan en sus carteras. No deben olvidar nada. El camino hasta la escuela ya lo conocen. La hermana mayor tirará de la mano del pequeño. Como cualquier otro martes. Conocen el camino hasta la algarabía del patio. Entonces, por arte de magia, olvidarán el frío.

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