La lágrima escuchó su veredicto. Lo hizo desde aquel inmenso ojo que había sigo su hogar. Ahora, en cambio, esperaba un destino que nunca fue capaz de prever. La mejilla, aquel inmenso campo por el que siempre había correteado sin problemas, le había jugado una mala pasada. Ella pensó que siempre sería así de fácil. Corretear, avanzar, deslizarse hacia un precipicio liberador. Pero la sentencia era inapelable: la cárcel.
¿Cómo sería una cárcel de lágrimas? No podía imaginárselo. No era capaz de recrear la escena. ¿Con qué tipo de lágrimas compartiría condena? En su tiempo había escuchado historias, pero eran poco menos de cuentos infantiles para cultivar el miedo. Pensaba y repensaba cómo podía ser. Pero no había forma, solo quedaba cumplir sentencia. Y entonces lo sabría. Solo entonces.
Ahora trataba de volver la vista atrás. Pero aquel ojo delator le había vuelto la espalda. Un ojo serio, inmóvil, hasta cierto punto apático. No había respuestas. Y por delante una mejilla que había transformado su carácter. Se sentía como quien transita territorio enemigo. Sin llegar a la violencia, sin que pudiera argumentar ninguna agresión en concreto. Pero todo había cambiado. La confianza había reventado en mil pedazos, a cual más hiriente.
Así que aquella era su cárcel, ¿no? Enorme, repleta de espacios y, sin embargo, inhóspita. Como nunca antes pudo imaginar. Una cárcel fabricada con obsesiones. Cimentada en pensamientos negros. Una y otra vez, vuelta al mismo sitio. La lágrima lloró de nuevo. Abatida, se detuvo. Y entonces sintió la cárcel.
2 comentarios
Impresionantemente bello y profundo.
Gracias.