Sigo la línea, sigo la línea. No tanto porque deba sino porque lo necesito. La niebla alrededor se compacta y me envuelve. Entonces solo queda la línea. Blanca y en el suelo. Enfrente todo se diluye en un arcoíris de grises infinitos.
La línea, la línea. Miro al suelo; no queda otra. Si levanto la vista me pierdo. Recurro a mis limitaciones para seguir hacia delante. Una pequeña subida que me deja al borde del abismo de mi ignorancia. Porque mis referencias fueron bombardeadas hace ya mucho tiempo por fuego amigo.
Sé que continúa, que no se detiene. La línea tiende al infinito. Nunca terminará porque se diseñó para volver al inicio. Dotada de una recursividad en origen, la espiral explota otra vez al llegar al centro. Es pura obsesión. Sentimientos compulsivos que se enzarzan en una batalla para no perder la línea.
No hay mirada atrás que valga. La línea que me precede es la misma que me proyecta. Estrecha y voraz, una especie de agujero negro de fuerza centrípeta increíble. Soporta además una superpoblación de miles de líneas, a cual más delgada y tenue. Una línea dentro de otra línea.
No hay tiempo que perder. La línea del tiempo se acaba perdiendo en el horizonte. Más aún cuanto más rápido quieres transitarla. Benditas contradicciones.