¿Debería? ¿Debería saber antes de comenzar a dejar que los dedos recorran las teclas? Pudiera parecer lógico: imponer la dictadura de la razón. Antes de hacer, pensar. Antes de escribir, pensar. ¿Y si pensar fuera un acto paralelo al de escribir? ¿Por qué anteponer uno a otro? ¿Y si escribir fuera en sí mismo lo que te hace escribir? Vasos comunicantes.
Una línea de texto sigue a la otra. Cada una trata de hilar algún vínculo con lo que la rodea. Porque necesita saber que hubo un origen y que habrá un desenlace. Esa línea juega con sus vecinas. Las mira, las espía y a veces sin disimulo repite. Repite, imita, se deja llevar, pierde opinión propia y cede poder. Es una simple línea.
No sé qué escribir. Es una forma de comenzar a escribir. Imaginas un camino y por el simple hecho de que ocupe tu pensamiento, comienzas a recorrerlo. Así que te pones a ello. La vista al frente, un párrafo más abajo el horizonte y ahí vas. Letras esculpidas por alguna parte de quien eres. La razón zarandeada por la emoción, interpelada a gritos, vilipendiada. Casi siempre termina malherida. Ella ya sabe a lo que juega, que no se queje.
Así que solo queda aceptar los hechos. Escribir en espiral, volver a la pregunta de si deberías saber qué escribir. Continúas sin parar porque sabes que el final es el principio. Obsesivo, permanente, una señal fija, ajena al desaliento. Lo haces de nuevo. Pura compulsión. Sin saber de qué ni por qué. Sin saber si debes o no. Dejando un hueco para que la sinrazón se sienta también parte de ti.
Por eso es más fácil borrar que escribir.