En la recta del primer mundo uno encuentra cada día más. Simplemente más. Cantidades. Pueden ser objetos de mil formas y colores. Como quiera que pretenden inocularnos felicidad, muchos de ellos aspiran a entrar en la carrera de la emoción. Llegan previo pago y se quedan ahí.
Sólo con un rápido vistazo alrededor. Es fácil caer en la cuenta. Se acumulan en sus huecos de cariño precario a la espera del olvido. Quedan atrapados en la cárcel de una estantería o un cajón, aplastada la emoción inicial. Allí, inertes, desprovistos de alma, dejan pasar los días. Mientras, según parece, la vida corre aprisa para no dejar escapar nada.
Pasa el tiempo y los objetos se reproducen. Llegan nuevos inquilinos al barrio del sinsentido. ¿Por qué manos pasaron? Imposible colocar una referencia con alma. Banales, aunque hubo una época en que tuvieron vida y se movían inquietos. Pero, efímeros y pegados a una compra compulsiva, cada uno de esos objetos obtuvo su espacio. Hoy sin embargo todos ellos sucumben ahogados en el olvido.
Los objetos también mueren, no cae duda. Muy pocos soportan envejecer. Llegaron de la mano simpática de un recuerdo y acaban poblando la jungla de lo banal. Ocupan un espacio extraño, fundidos con un fondo que los absorbe y los hace imperceptibles a la vista humana. Tuvieron nombre y un alma prestada. Hoy son sólo la ignominia de quien tiene tanto que no puede apreciar el placer del vacío.
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[…] nombre, un contenido, un sentimiento, una necesidad… Casi todo vale en esta pelea de rellenos y captación de […]
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