No queda sino saludarse. A cualquier hora un cruce de miradas provoca el saludo. Gente que porta nombres, apodos, historias. Gente conocida. Pero con intimidades ocultas en pasajes anclados a la vergüenza. Una privacidad que esconde de todo. Un saber popular que atesora demonios y lindezas. Anonimato sentimental.
El pueblo es pequeño. Difuso. Poca gente, muchas miradas. Confianza y desconfianza. Pequeñas paradojas de una vida que se escapa y que poco a poco se ve relegada a exposición de museo etnográfico. Bestias de circo para observar otros tiempos pasados. Seres poco evolucionados, contingentes a las necesidades de un trabajo manual. Triste final para tanto esfuerzo.
El sol cae y la gente sale. Son los momentos de vida pública. Momentos de conversación, difíciles de comprender para no iniciados. Una jerga construida a base de constancia, de lo que se dice y lo que se calla, que termina por defender un territorio sólo comprensible para el oído local. Un lenguaje que muere y quedará enterrado en algún cementerio del recuerdo.
La gente se conoce. Cree que se conoce. Saben de quiénes son y cómo llegaron a ser lo que aparentan. Detrás queda, sin embargo, el silencio oculto detrás de esas paredes anchas. Sol fuera y sombra dentro. Luz fuera. Cegadora, intensa, como para dar fe de que algo sucede, captado por las cámaras de la vida. Con un guión lento y sucesos nimios, que da fe del juego entre la verdad y la mentira. Todo en la misma escena.
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La imagen en Flickr es de Reina Cañí.