El transformador de la General

by Julen

Incluyo en este post el relato que ha recibido un accésit en el III Concurso de Relato Corto Redes de la Memoria 2009 que organiza Globalkultura. Más adelante verá la publicación en papel junto al resto de relatos premiados. Según me comentó la espía -gracias por chincharme para que escriba- están en maquetación. Todo llegará. Ayer me dio permiso para que lo publique en este humilde blogsito.

El relato refleja recuerdos vinculados a aquellos momentos en que la General Eléctrica (una de las fábricas que vertebraban la vida en la margen izquierda y zona minera de Bizkaia) transportaba alguno de los transformadores que fabricaban. Se trataba de enormes moles que a lomos de camiones peregrinaban lentamente hasta el puerto para embarcar hacia sus destinos. Y pasaban por delante de mi casa. Todo un acontecimiento en mi infancia.

La idea de escribir este relato me vino gracias a una visita que hice a ABB en Galindo. Esta fábrica ocupa algunos terrenos de la antigua General Electric, a la que todos llamábamos  «la General». Fabián Cortés, a quien conocí en Consonni, y ahora responsable de Lean Manufacturing en ABB, me estuvo enseñando la planta y se me dispararon los recuerdos. Mil gracias.

El relato mezcla recuerdos y sitúa la escena en una tarde de julio de 1971. Aquel camión inmenso transporta un colosal transformador y al pasar por el barrio…

El transformador de la General

Era un día de julio de 1971. Más o menos las cinco de la tarde. Quizá algo antes. Algunas nubes despistadas garabateaban en un cielo azul. Y no hacía calor. El viento soplaba del norte, como era habitual. No, no hacía calor.

Yo sabía que el camión estaba al llegar.

Lo precedía una comitiva de inspección. A pie, unos señores mayores lo acompañaban en su lento peregrinar. Enfundados en sus buzos de trabajo, semejaban una procesión pagana. A ambos lados de la carretera, bajaban por delante del gigante transformador para anticipar problemas y resolverlos. Había que desfacer entuertos: cables de la luz de insuficiente altura, algún conductor despistado que podía obstaculizar el tránsito o alguna maniobra complicada en un cruce. Aquellos señores tenían plenos poderes.

El camión holgazaneaba con aquella enorme mole metálica a sus lomos. No había ninguna prisa, nada daba a entender que el tiempo presionara.

Sólo soy capaz de ver el camión con su mole adherida en un trayecto muy corto: desde el puente hasta el poste de la luz. Apenas treinta metros. Avanzaba a paso humano. Era grande, mucho más grande que mis camiones de juguete.

Puede que fuera de color verde, pero ese detalle perdía relevancia en el conjunto. No tenía nada que hacer frente a su carga deslumbrante. Mis siete años se encogían ante semejante monstruo, aunque no acertaba a comprender su utilidad. Allá arriba más parecía un rey mago sobre su carroza. Era todo un espectáculo.

Estaba presente toda la familia. Menos mi padre. Estaría trabajando. En algo relacionado con hierros. Era ley de vida en la zona. El futuro se cimentaba en el óxido y el metal.

Y la familia entera salía a la carretera. No era calle, sino carretera. En la carretera mirábamos cómo bajaba el camión con su prole: los señores de la General. Mezclábamos algarabía con respeto y conteníamos la respiración con un cierto aire de reverencia a su paso. Llegaban con su obra, la exhibían como gran triunfo ante las pequeñas multitudes silenciosas. Se sabían triunfadores. Eran todos hombres. Hombres hombres. Con sus ropas de trabajo limpias. Ropas que lavaban sus mujeres, muda que preparaban sus mujeres. Eran otros tiempos. Eran los mismos tiempos.

El transformador de la General recogía caras de asombro y admiración. Enorme, descomunal, de otro mundo. Tras muchos meses escondido, veía la luz y se desperezaba poco a poco. Primero, a lomos del camión verde de millones de ruedas. Luego, quizá en un barco. Luego, quizá en un tren. A lo mejor iba a la Cochinchina. Mis siete años imaginaban lugares imposibles cuya única referencia eran los cuentos. Así que el transformador de la General iba a la Cochinchina. Sólo lo sabía yo.

Ruedas, muchas ruedas, una detrás de otra, hasta componer una fila perfectamente alineada. ¡Firmes! Como nosotros en el patio de la escuela. Una línea recta, una distancia contenida entre niño y niño. El camión, igual. ¡Firmes! Rueda tras rueda, un mundo seguro donde había un sitio para cada cosa y cada cosa tenía su sitio. El camión no podía fallar. Aunque supiera que su papel era secundario, que las primeras planas del periódico serían para la mole que acarreaba. Él se llevaría las migajas de la gloria. Pero cumplía, muy digno, su papel.

El transformador era un bloque metálico con remaches. Sólo tenía sentido si el camión iba con él. No soy capaz de imaginar la escena sin alguno de sus componentes. El camión, el transformador y los señores de la General. Una especie de unidad de destino, una comitiva seria, adusta, con una misión no explicitada: conducir su creación con orgullo por la carretera. No esperaban vítores, sino respeto. El trabajo era serio: era lo que había que hacer. El sentido de la obligación los acompañaría hasta la tumba.

Todo era lento y pesado. Así que en casa teníamos tiempo de salir a la carretera. Desde arriba, en las escaleras, disponíamos de la mejor perspectiva. Porque bajar hasta el suelo suponía perder demasiados detalles. Allá abajo mi recuerdo se diluye. Porque la mole era enorme y no me decía nada. Necesitaba otro ángulo, una perspectiva concreta. Ahí se recreaba la escena, desde la escalera. Primero los señores, luego el camión.

No había ruidos. Es extraño. Porque las vozarronas de los señores de la General no rompían el silencio. Y reconozco que la imagen, a veces, se me escapa. Se desvanece gris entre los recuerdos. Sí, aunque resulte extraño, el camión bajaba en silencio. Pudiera ser que respetaran el luto de algún muerto en la fábrica. Esas cosas pasaban. Porque quería Dios, según me decían.

Los señores se afanaban por dejar la vía expedita. Levantaban unos temerosos cables de la luz que se sujetaban frágiles a los postes. El transformador de la General necesitaba que apartaran esos mezquinos obstáculos de su trayectoria. Su gigantismo era de otro mundo y las medidas de lo que encontraba a su paso eran ridículas para los de su especie. Cables hacia arriba, coches hacia los lados, necesitaba toda la carretera para él. De vez en cuando las ruedas se detenían. Todas a la vez, obedientes; habían aprendido la lección.

Yo imaginaba un viaje largo. Un vía crucis en el que la carga, esa especie de moderna cruz en forma de transformador sobredimensionado, se movía a un ritmo exasperante. Cada paso era una decisión; cada giro de las ruedas, un nuevo motivo de orgullo. La brea se retorcía bajo la mole y quedaban sobre el asfalto las huellas de que por allí pasó aquel ingenio. Un viaje largo con muchas estaciones.

Luego de pasar por allí, el transformador de la General era motivo de conversación en el barrio. Cada aparato tenía su vida propia. Junto con el camión y los señores, configuraban una escena única e irrepetible. Las nubes, la luz, la hora del día, los señores, mi imaginación: eran muchos pinceles para que el cuadro pudiera duplicarse.

Fueron decenas de camiones y de transformadores, todos distintos, todos iguales. Pero la estandarización de verdad llegó después, cuando la industria dejó de lado a los señores y los hizo operarios. Entonces dejaron de pasar transformadores. Quizá porque me hice mayor y dejé de hacerles caso. A lo mejor fue culpa mía. Porque aquella procesión necesitaba niños a los que dejar pasmados. Y los niños se hicieron mayores.

El caso es que el azul del cielo dejó también de ser tan brillante y el mundo enfermó de falta de horas. Alguien estableció en las fábricas unas nuevas reglas para jugar a la competitividad. Y el tiempo acabó destrozado en mil pedazos, preso de un delirio colectivo. El tiempo dejó de ser un compañero amable del que disfrutar. Sí, se enfadó y se puso en contra de los señores que venían caminando junto al transformador.

El camión transportaba progreso, pero respetaba el ritmo de quienes lo habían engendrado. Sabía quiénes eran sus amos. Aquellos fatigosos viajes probaban su honestidad y capacidad de sacrificio.  Parecía un último homenaje antes de acabar conquistado por el progreso científico y tecnológico. Entonces se hizo máquina y empezó a correr más y más. Y los señores del buzo azul ya no pudieron seguirle.

Aquel enorme transformador no tenía nada que ver con la industria ni con la energía. Esas palabras todavía no formaban parte del limitado vocabulario que me proporcionaban mis siete años. Aquel descomunal aparato sobre  el camión formaba parte de lo fantástico. Y ahí quedó. Creo que siempre lo retuve como un cuento, por mucho que la procesión se repitiera varias veces cada año. Siempre el mismo transformador, los mismos señores, la misma tarde fresca de verano. Siempre como un cuento fantástico.

No recuerdo que el camión avanzara más allá de los treinta metros que yo abarcaba con mi mirada. Ningún camión lo hizo. Todos quedaron atrapados en ese recorte de espacio y tiempo. Están inmóviles, desorientados, porque saben que sólo en aquel momento y en aquel lugar fueron relevantes a mis ojos. Yo los dejé allí, en un lugar que ahora ya no existe, pasto del progreso.

La General ya no es la General. Una buena parte de aquellos señores están muertos. Sus esquelas hoy apenas son recortes de papel en alguna caja de pañuelos perdida al fondo de un cajón. Allí yace su memoria, allí donde no corre el aire.

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La imagen que acompaña al texto me la pasó también Fabián Cortés.

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1 comentario

Iván 20/06/2010 - 22:42

Muy buen relato, otra época y formas de hacer y el trabajo,mucho ha cambiado la sociedad y en algunos casos nosotros mismos,al final es bueno y lógico que formas de hacer y ciertas empresas desaparezcan,es ley de vida y lo nuevo debe dar paso a lo viejo.

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