Supongo que habría quien diría de mí que de pequeño era el típico empollón. En casa mi hermana y yo siempre fuimos buenos estudiantes. Con el tiempo, es evidente que ha sido motivo de orgullo en la familia. ¿Nos gustaba estudiar? Yo creo que sí. No soy capaz de recordarme a mí mismo sufriendo con el estudio. Nos gustaba leer y, aunque éramos de los que podíamos salir por el barrio con mucha libertad, allí dentro, en casa, leíamos mucho.
De niños, el recurso fundamental eran los tebeos. Bajábamos hasta El Valle y comprábamos en la tienda de Pacomoro. Por aquella época también tenían su hueco los libros de Enyd Blyton. Sobre todo, las series de Los Cinco y de Los Siete Secretos. En cierta forma, eran lecturas compulsivas. Ni sé las veces que habré leído algunas de aquellas novelas. Muchas veces el plan pasaba por zamparse uno de aquellos libros en una sola mañana; casi siempre coincidiendo con un sábado en el que hiciera mal tiempo.
Aquellas lecturas nos hicieron crecer, para lo bueno y para lo no tan bueno. La distancia te hace ver la carga ideológica que, por supuesto, impregnaba tebeos y libros. Nosotros simplemente leíamos. Hoy lo seguimos haciendo, cincuenta años después. Si comparo aquella forma de concentrarse en la lectura con los mil estímulos que abruman a cualquier chica o chico de hoy, desde luego que no hay color.
En el colegio siempre fui de los primeros. Porque entonces los profesores te colocaban en un ranking. A veces incluso se trasladaba al lugar físico que ocupabas en clase. Brutal. Creo que los hábitos de lectura, en general, me han hecho mejor persona, con más sentido crítico. Según las épocas, con más o menos intensidad, pero mucho de lo que soy ahora pasa por los libros. Hoy, por supuesto, sería muy diferente.