La máquina de enfardar

by Julen

El verano traía consigo hacer los fardos de hierba para el invierno. Las campas lucían a finales de junio un aspecto espectacular. La hierba había crecido lo suficiente como para empezar a pensar que había que segarla primero, secarla después y, por fin, enfardarla. Era, no había lugar a dudas, uno de los grandes trabajos del año por lo que a las labores agrícolas se refería.

Lo hacíamos con la máquina de enfardar. Quizá fuera el artilugio más complejo de entre todos los que teníamos en casa. Solo se utilizaba una vez al año. Así que, cuando le tocaba su turno, había que ponerla a tono. Eso quería decir engrasarla y revisar que todo, tras tantos meses de letargo, siguiera en su sitio y que funcionara correctamente. La máquina en cuestión disponía de ruedas (metálicas) porque debíamos llevarla hasta cada una de las campas en las que había que enfardar.

El viaje era toda una historia. La burra tiraba de la máquina, entre cuyas prestaciones no estaba precisamente la del desplazamiento fácil. Además, los accesos a las campas a veces eran complicados. De todas formas, mejor o peor, la máquina llegaba a su lugar de trabajo. A su alrededor, una buena cuadrilla: los hombretones para el trabajo duro de tirar de la palanca y prensar la hierba, las mujeres para ayuda acercándola con los rastrillos y los niños… algo hacíamos.

La faena llevaba su tiempo. La hierba se recogía de las pilas con una horquilla y se introducía en la máquina por la tolva. Luego se prensaba hasta que estuviera compacta y entonces se cosía con alambre. Fardo a fardo, las pilas de hierba se iban consumiendo. Una vez terminado este trabajo, se llevaban hasta casa y se subían al camarote con la polea. La máquina de enfardar, entonces, volvía por fin de su trabajo, a descansar hasta el año que viene.

Imagen de Maaark en Pixabay.

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