Siempre (o casi siempre) fui un buen estudiante. Recuerdo los «cuadernos de notas», sobre todo, los del colegio en el que estudié a partir de cuarto de EGB. Tenían la portada de color azul, con un papel más duro que el resto de las hojas. Luego, dentro, asignatura por asignatura, aparecía la nota. Durante el curso académico había varias evaluaciones y, por supuesto, al terminar, aparecía la nota final. Siempre fui consciente de que mis notas destacaban.
Quizá por eso también me viene algún que otro recuerdo de cuando me desvié del aquél estándar. La química de segundo y tercero de BUP, con sus fórmulas y un profesor muy peculiar, fueron pequeñas manchas negras en el expediente. Nada de suspensos, pero afearon un poco la habitual lista de sobresalientes o matrículas de honor que aparecían repartidas por las páginas del cuaderno de evaluaciones.
Curiosamente, tampoco tengo un recuerdo de que pasara muchas horas metiendo codos. Mi hermana, mayor que yo, también sacaba muy buenas notas y a lo mejor conseguíamos un ambiente de estudio en casa en el que lo normal eran los buenos resultados. Muchas veces estudiábamos y hacíamos los deberes en la cocina, que, por momentos, se convertía en una especie de silenciosa biblioteca. Había que estudiar, algo que se priorizaba.
No sé muy bien por qué, pero también teníamos particular. Supongo que sumaba para que consiguiéramos aquellas permanentes buenas notas. Íbamos a la casa de una vecina, que era la que daba las clases particulares. Neli, que así se llamaba, no se cortaba un pelo y si no te portabas bien, no tenía reparos en pegarte con la regla de madera. Juntabas los dedos hacia arriba, estirabas el brazo y llegaba el castigo. Aunque lo lógico es que alguna vez me tocara el turno, curiosamente nunca tuve la sensación de maltrato en aquella pequeña habitación de la parti. Teníamos interiorizado el modelo, para lo bueno y para lo malo.
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