De niño de vez en cuando acompañaba a mi abuelo a hacer hierba. Si la campa quedaba algo lejos, suponía emprender un viaje que requería su buena preparación. Íbamos con la burra y el perro. En función del volumen de la carga que se colocaría sobre la burra, se le colocaba una albarda bien sujeta con cinchas para después poner encima algún aparejo en el que depositar la carga. Para mí era una especie de emocionante excursión.
Pues bien, en una de ellas, mi abuelo, no sé muy bien por qué, prendió fuego a una zona de la campa en la que estábamos. Supongo que sería la típica quema de rastrojos. Se ve que se levantó viento de repente y por un momento se le fue de las manos. Así que allí estábamos la burra, el perro, mi abuelo y yo frente a un conato de incendio.
El asunto se pudo solucionar. Yo, la verdad, no recuerdo bien cómo lo resolvimos. Me queda en una nebulosa. Sin embargo, mi abuelo insistía en contar después que yo había sido muy valiente porque, al igual que hacía él, yo también había cogido unas ramas para golpear el suelo por donde corría el fuego y así tratar de apagarlo. ¿Soy capaz de recordar la escena? La escuché tantas veces que creo que forma parte de una realidad imaginada.
Aquella situación, supongo, llevaría a la reflexión de lo que mi abuelo hacia con su nieto cuando iban de excursión a hacer hierba. No obstante, no recuerdo regañina o algo parecido. Porque, ahora que lo pienso, en casa probablemente mi abuelo era «la autoridad». Mientras se valió para cuidar la huerta y a los animales, él era, al menos para mí, la persona a la que siempre había que escuchar y hacer caso.