Lechugas

by Julen

Este era otro alimento básico de nuestra infancia. Las ensaladas no podían serlo si no llevaban lechuga, de la misma forma que el perejil servía para todas las salsas. En casa siempre fue un alimento apreciado; nada que ver con aquel otro tipo de lechuga que nos servían, sobre todo, cuando estábamos de vacaciones por el sur. Porque nuestra lechuga era la rizada, la crujiente. Otra cosa era aquella que llamábamos despectivamente de «oreja de burro», aquello no era «nuestra lechuga».

Al igual que el perejil, la lechuga bien podía ser un encargo que nos hacía nuestra madre: «baja a por una lechuga». Solo había que arrancarla de la tierra. Salía con suavidad. Se pasaba después por un balde agua para limpiar un poco la tierra de las raíces y subías de inmediato a casa con aquella planta tan lozana que iba directa al plato, cortada simplemente a mano.

Lechuga, tomate y cebolla siempre fue la ensalada por excelencia. Vale, ya se sabe que allí podía aterrizar cualquier otra cosa: espárragos, huevos cocidos, atún, zanahoria o patatas cocidas. Pero en casa la ensalada era así: lechuga, tomate y cebolla. Y luego, claro está, aceite, vinagre y sal. Por aquí llegaba mi lado tiquismiquis. Creo que era el único que nunca fue amigo del vinagre. Ni del vino, dicho sea de paso.

Las lechugas se solían traer como plantas pequeñas que se plantaban en hileras perfectamente dispuestas. Era raro que dejáramos crecer algunas para simiente, aunque a veces pasaba. Sin embargo, lo más habitual era ir a comprarlas al mercado de Portugalete. De allí a nuestra huerta para que fueran tomando cuerpo, cada cual en su lugar, cada cual con su pequeño riego individual. Porque sí, cada lechuga recibía de vez en cuando su pequeño tanque de agua, algo que también, de vez en cuando, era tarea de niños.

Imagen de Shutterbug75 en Pixabay.

Artículos relacionados

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.