50 años

Números redondos, números rotundos. Poderosos. Depende de lo que encumbremos el tiempo y la forma en que lo medimos. Más cada vez es menos. Es el signo de nuestra época. La unidad tiempo destrozada por una ingente propuesta de actividades para rellenarlo. El tiempo se comprime apedreado por el imperativo de ocuparlo.

La mitad de un siglo, palabras mayores. Nos enseñan a trocear el devenir. Nos inventan fases. Nos ubican en generaciones. Nos interpretan. Nos analizan. Cada edad es un sujeto diferente. La mercadotecnia juega con cada momento. Somos permanente laboratorio en el que se prueban mil y un tratamientos de consumo. Nos encierran en jaulas de cristal, diferentes según la edad.

Así que con cincuenta años la bacanal entra en su pleno apogeo. Si la vida no nos han ido mal, claro. Somos multitud. Producto de alguna extraña euforia. Somos esa cantidad suficiente como para recibir nuevos tratamientos experimentales. Aquel que tenga éxito recibirá la tierra prometida. La del gasto, la del consumo compulsivo, la de las ventas desbocadas.

Una semana después el tiempo continúa igual. Inmutable, ajeno a los vaivenes de quienes se empeñan en reinterpretarlo. Un día sucede a otro, como siempre fue. Los cambios al vencer el calendario y pasar del medio siglo no son tales. Hace viento otra vez y ha llovido. Un ciclo como cualquier otro. Porque el tiempo, ese que podemos comprender, no ha variado. Solo con unidades de medición gigantescas apreciaríamos los cambios. Pero nuestra vida no da para tanto. Humildad entonces. Cincuenta años no es nada.