Asomaba su nariz por encima de la mesa y se subía a un pequeño taburete para observar el camino que venía del bosque. El frío de la mañana le prestaba la pizarra en la que escribir. Sobre el cristal, con su dedo índice repasaba una y otra vez su mensaje de bienvenida. Solo decía «Hola». Pudiera parecer simple. Quizá lo era, pero no se le ocurría otra palabra.
Aquel día se despertó muy pronto. Había soñado cosas muy raras. La clase de matemáticas no era como siempre. Su profesor se había convertido en una mujer ya mayor que sin prisa alguna dejaba pasar el tiempo con ejercicios entretenidos. Hablaban, reían y esperaban nuevos acertijos como si en su resolución estuviera escondida buena parte de la felicidad. Ese sueño le parecía bien extraño pero lo había tenido dormido profundamente a pesar de su miedo del día anterior.
Le escocían un poco los ojos. La mirada fija al final de aquel sendero que venía de detrás de la encina. Miraba y volvía a mirar. Intuía sombras y veía cómo los pájaros volaban de rama en rama. Todo extrañamente tranquilo aunque intuyera esa explosión de alegría que conseguiría romper en mil pedazos sus nervios atenazados. Sabía que era lo de siempre. Y siempre aquel nudo en la tripa. Siempre aquel suspiro y aquella carrera.
Todavía no estaba allí pero faltaba poco. Menos mal que tenía aliados. Un ladrido era el detonante. El perro salía corriendo como tantas otras veces. Y él detrás. Abrió de un golpe la puerta y echó a correr. A sus siete años lo hacía con toda su alma. Mientras, el sudor se revolvía bajo de jersey y todo su ser se acaloraba a medida que el sendero se hacía más y más empinado. Pero daba igual. La felicidad se escondía en aquel momento.