Tenían nombre, una con las típicas manchas blancas y negras, otra quizá de un único color parduzco. Eran vacas amables, tranquilas, cariñosas con nosotros, los niños. Bueno, si no les picaba la mosca. Entonces enloquecían y mi abuelo se ponía muy nervioso. La mosca, la mosca, le ha picado la mosca a la vaca. La pobre se volvía casi loca y corría fuera de sí. Asustaba ver al animal de aquella manera.
Pero por lo demás las vacas siempre estaban relajadas. Llevaban una vida de lo más previsible. Los ciclos de las estaciones a lo largo del año ayudaban a que ellas supieran qué sucedería en el futuro. Hierba verde, fresca y húmeda. O quizá hierba más seca de alguno de los fardos que hacíamos en verano. O quizá las hojas verdes del maíz. O nabos. Pero siempre siguiendo un ciclo que se repetía cada año.
Supongo que puedo decir que aquellas dos vacas eran mis amigas. En casa había que llevarlas a las campas para que pacieran a sus anchas. Y como pasaban por mitad del pueblo, teníamos que llevarlas limpias. Cogíamos la rasca y allá que nos poníamos a pasársela una y otra vez por encima de aquella piel suave. Jugábamos con el rabo y de vez en cuando, siempre sin querer, recibíamos algún coletazo juguetón. Siempre pensé que era parte del juego.
Y siempre eran dos. Una al lado de la otra, cada cual con su espacio frente al pesebre. Las dos obligadas a llevarse bien porque la una para la otra era toda la compañía de que disponían. Eran parte de la familia. Un taburete a la mañana y al atardecer servía para que mi abuelo se sentara a catarlas. Ellas sabían que estaban allí para eso. Daban leche, ese era el pacto. Tenían su utilidad. Pero más allá de esa conexión instrumental, aquellas vacas eran de la familia.