Tengo que reconocer que defiendo fervientemente a las personas como propietarias de conocimiento. Estoy repitiendo en algunas de las clases que imparto sobre gestión del conocimiento un pequeño experimento. Se trata de ver cómo las personas vamos modificando nuestro comportamiento de aportar al conjunto de acuerdo con lo que hacen los demás. Tiene bastante que ver con el famoso dilema del prisionero, un interesante experimento en torno a la colaboración.
Empeñado como estoy en ver constantemente las burradas que hacemos en nuestras empresas con las personas, creo que mi pequeño experimento tendrá, en la medida que lo vaya repitiendo, su interés. El ejercicio, poco más o menos, pretende analizar varias cosas:
- Por qué tenemos que ceder nuestro conocimiento a la empresa para la que trabajamos.
- Qué ganamos o perdemos en esa transacción.
- Qué condiciones deben darse para que el juego de la transacción sea limpio.
- Cómo nos influye lo que hacen los demás.
- Cómo y por qué es habitual que haya una progresiva reducción de aportaciones de conocimiento.
- Qué derechos tiene la empresa a solicitarnos nuestro conocimiento.
En resumen, lo que pretendo es discutir en torno a la cuestión de si nuestras empresas tienen el derecho a pedirnos nuestro conocimiento. Claro, parece una respuesta obvia: sí, tenemos que aportar. Pues yo, desgraciadamente, bajo la mayoría de las circunstancias de trabajo actuales, entiendo que es lícito no hacerlo. Creo que no se produce en la mayoría de los casos una relación lo suficientemente adulta entre persona y empresa como para que el trato sea de igual a igual. La asimetría levante defensas, lógico. Y una de ellas, la más impresionante, es la que tiene que ver con no ceder conocimiento.