Byung-Chul Han, tiene escrito un libro que conviene releer de vez en cuando porque, en este mundo con omnipresencia de datos, alude a cuestiones profundas de lo que somos en tanto humanos: Psicopolítica. En este mismo blog tienes un post con diez citas extraídas de ese libro. Una de ellas es esta:
Las correlaciones que descubre representan lo estadísticamente probable. Así, el Big Data no tiene ningún acceso a lo único. El Big Data es totalmente ciego ante el acontecimiento. No lo estadísticamente probable, sino lo improbable, lo singular, el acontecimiento determinará la historia, el futuro humano. Así pues, el Big Data es ciego ante el futuro.
El futuro en términos de probabilidades o en términos de singularidad, esa parece ser la cuestión. Pues bien, uno de los ámbitos en los que se ha encumbrado el concepto de probabilidad es el deporte profesional de élite. No hay duda de que ahora mismo se ha desatado un tremendo furor por lo que pueden ofrecer los datos. Lo puedes ver desde la perspectiva del juego en sí, pero también desde la de las apuestas, que se han convertido en un verdadero motor económico. Quizá más para lo malo que para lo bueno, dicho sea de paso.
El deporte profesional de élite, mercantilizado, motor económico, fenómeno mediático: ¿hasta qué punto traslada valores positivos a la sociedad? Aquí, en el entorno de Mondragon Unibertistatea, contamos con una iniciativa muy interesante que, precisamente, hurga en esta cuestión: WATS. ¿Hasta qué punto la cultura de datos, tan asimilada en el deporte profesional, no conduce a posturas reduccionistas? Me da que también en el deporte necesitamos poner sobre la mesa la cuestión ética, tanto por lo que tiene que ver con los modelos mentales que están detrás de las investigaciones, como por los impactos de todo este enfoque en las personas afectadas.
A estas alturas no es de recibo renunciar al poder de los datos, pero también tenemos suficientes casos de algoritmos convertidos en algortimos: trabajan con datos sesgados, reproducen (lo malo de) la realidad y conducen a círculos viciosos en los que los colectivos desfavorecidos lo son todavía más. Cathy O’Neill tiene un libro cuyo título muestra bien a las claras de qué puede ir todo esto: Armas de destrucción matemática: Cómo el Big Data aumenta la desigualdad y amenaza la democracia. ¿Conduce el Big Data a un tipo de deporte falto de alma?
La lógica nos dice que hay que buscar el justo medio entre la (supuesta) inteligencia de la análitica masiva y las personas (supuestamente) inteligentes que toman decisiones. Porque, si fuera el caso que es la análitica masiva la que decide, ¿cómo vamos a explicar las razones de un posible fracaso? La inteligencia artificial no sabe de causas, sino de correlaciones estadísticas. Si A, luego B. ¿Por qué? Ni se sabe ni se espera una respuesta a no ser que los humanos empiecen a romperse la crisma para entender a la máquina. Y no la podrán entender; (casi) nunca la podrán entender. Otra cosa es que echen mano del sesgo de confirmación y vean en la decisión tomada lo que ya antes querían ver.
Para mí, una de las claves fundamentales en toda esta fiesta de los datos es que, si finalmente conducen a mejores resultados, estamos ante el final de historía, que diría Fukuyama. No hay nada más de lo que hablar. Si me ofreces resultados, entonces la conversación termina ahí. Porque el deporte profesional de élite vive de eso, de resultados que se pueden traducir a impacto económico. Y una vez llegados a La Meca, la economía, todo lo demás queda en segundo plano. Hace ya tiempo que, más allá de los robots mecánicos que nos superan en destrezas físicas, estamos ante el drama de los robots inteligentes, máquinas de inteligencia artificial que nos ganan al ajedrez (¿no iba esto de tácticas?) y hasta al go (¿no iba esto de intuición?). Touché!