La (in)justicia de evaluar

by Julen

Una de las tareas que conlleva la docencia es evaluar. Nada nuevo que la distinga de otras actividades en las que, de forma explícita o implícita, siempre hay que analizar si las cosas han salido bien o mal. Diríamos que evaluar es parte de una cadena natural de acciones consustancial al aprendizaje. Sin embargo, dicho lo anterior, es un terreno pantanoso en el que de vez en cuando acontecen considerables desastres.

Son muchas las variables en juego. ¿Quién o quiénes evalúan?, ¿qué se tiene en cuenta para evaluar?, ¿cuándo hay que evaluar?, ¿cómo se devuelve feedback de una evaluación? Si hurgas un poco más en el asunto descubrirás todavía más aspectos que terminen por conducirte a que cada acto de evaluación es diferente. Y ahí precisamente radica la paradoja: siendo diferente, evaluar implica (según parece) buscar una objetividad que es la que legitima el proceso. Sin embargo, me temo que es más autodefensa y justificación que realidad. Toda evaluación es subjetiva.

Escribo esto porque hace poco he participado en una actividad de evaluación en la que la persona evaluada se tomó muy mal la «nota» que le asignamos. Por supuesto, cada cual cree que tiene la razón. Y trabajan a toda pastilla una buena colección de sesgos cognitivos. Hay mucho de emocional en la evaluación y de nuevo la supuesta objetividad salta por los aires. ¿Diríais que una calificación de un nueve (sobre diez) puede originar una sensación de injusticia? ¿Lo veríais como una nota «buena» o «mala»? Pues bien, todo depende de con quién te compares, me temo. Y las comparaciones son odiosas, como ya conocemos bien por la sabiduría popular.

Siempre digo que la evaluación que más importa es la que cada cual hace a sí misma/o. A lo largo de la vida habrá ocasiones en las que se nos evalúe, pero si alguien va a estar presente en todas y cada una de las ocasiones, esa persona eres tú. Nunca habrá acción alguna en la que puedas escapar de tu propia evaluación. Claro que hay momentos en los que la evaluación externa cobra un protagonismo muy especial: si te dan, por ejemplo, la nota final de un grado o de un doctorado, por ejemplo. Ahí la evaluación se tiñe de supuesta justicia con un ruidor atronador. Toca plegar velas y aceptarla, para bien o para mal.

Desde luego que pensar y repensar la forma en que evaluamos hace que, solo por eso, la evaluación en sí misma sea de mayor calidad. Pero insisto en que hay variables extrañas que no controlamos. Cada persona interioriza de forma diferente la evaluación, comenzando porque la importancia que se le asigna puede variar. Quizá os pueda sonar prepotente, pero en mi caso, por ejemplo, soy de los que no me preocupo demasiado por las evaluaciones de mi actividad docente. Me importa mucho más cómo me he sentido yo: qué creo que no he hecho tan bien como debería y que, por tanto, convendría que cambiara para una ocasión posterior. ¿Qué ha funcionado bien?, ¿por qué?, ¿puedo repetir en esa misma línea?

No hay forma de escapar a la evaluación. Forma parte del PDCA, ese sagrado círculo que manejamos en la gestión de las organizaciones. Pero, sabido eso, hay que dosificar la evaluación porque su importancia relativa es diferente según cada caso. Y ojo, que tampoco hay forma de eludirla: siempre hay una dosis a utilizar. Todo tiene consecuencias. Quizá por esto convenga desde el principio hablar en sí de la evaluación, jugar con ella en el marco en que vamos a tener que aplicarla. Hay que conversar sobre los criterios que vamos a emplear y debe formar parte de lo cotidiano, sabiendo, eso sí, que podemos caer perfectamente en la paradoja del dime cómo mides y te diré cómo me voy a comportar.

¿Somos capaces de imaginar un sistema de gestión que funcione sin evaluaciones? Cuesta mucho, por no decir que es imposible. Pero me da la impresión de que el resultadismo se ha apoderado de la escena. Veo demasiadas trampas al solitario: pasamos de adultos a niños porque hay una presión social por quedar bien. No queremos que nos regañen, no queremos entrar en un terreno escabroso que puede deteriorar muchas relaciones sociales. Es humano, ¿no?

En fin, le doy vueltas y no llego a ninguna meta. Cada vez que creo acercarme a ella caigo en la cuenta de algún factor desestabilizante. La evaluación es pura paradoja. Se puede hacer de una determinada forma o de su contraria. ¿Cuál es mejor? Depende. ¿Veis? No soy capaz de salir del bucle. ¿Crees de verdad que hay una mejor forma de evaluar? Me encantaría encontrar argumentos para creer que en todo este jaleo hay una verdad y que todavía no he sido capaz de encontrarla. Torpe de mí.

Imagen de PublicDomainPictures en Pixabay.

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2 comentarios

antonio angel 01/03/2023 - 10:35

Hola Julen. Me ha ayudado mucho tu reflexión que comparto. La leí hace tiempo y no te dije nada, pero ahora que rescato este post para introducirlo como lectura en un curso que prepara al respecto, te lo comento. Creo en la utopía, y le he dado muchas vueltas a esto. He formulado una Valoración del Desempeño basada en fortalezas o talentos, donde no hay evaluación al uso, sino entrevistas de desarrollo, donde el cometido del responsable es preguntar e indagar acerca de lo mejor que tiene su colaborador, para lograr que aplique esas fortalezas en la actividad adecuada. A partir de ahí, se acompaña con dos preguntas; Qué te pido y qué te agradezco que se formula de manera recíproca. Ahí vamos. Muchas gracias

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Julen 01/03/2023 - 15:15

Me alegro de que te sirva 🙂

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