La tarde en Alcántara sirvió para caer en la cuenta de la extraña distribución del pueblo: un centro histórico sin apenas vida y la parte alta donde se concentra, extramuros, el comercio y la hostelería. En la parte histórica ni un bar ni una tienda, al menos hasta donde fuimos capaces de observar. Junto a la iglesia de Santa Maria de Almocovar un local con piezas de artesanía y que servía también bebidas frías nos dio la oportunidad de charlar con el padre del chaval que lo había puesto en marcha. Nos explicó la razón de que el pueblo no tenga vida. En gran parte es debido a la llegada de la presa y su oferta de casas baratas. La historia hacía pensar qué es y qué no esa cosa llamada progreso.
Nos fuimos a cenar al único restaurante de la plaza «de arriba». Si bien la comida no fue nada del otro mundo, el sitio era entrañable. Lo atendían dos abuelos. Ella sentada en su butacón viendo la tele (aunque la pillamos dormida al llegar) y él un vejete hablador y cantarín desdentado. Tenía su punto la estampa. Charlamos de nuevo sobre la historia del pueblo y pudimos comprobar cómo en la época de construcción del pantano el equipo de fútbol local era una verdadera potencia gracias a los fichajes vascos con que contaba. Cosas de la obra porque en ella trabajaba mucha gente de Bilbao y alrededores. También estuvimos viendo fotos antiguas de Alcántara con el puente romano aún sin el embalse de al lado en los años 40 del siglo pasado.
Hoy a las 7:30 estábamos desayunando en el Lisboa, junto a los habituales lugareños, otra vez en la plaza de arriba. Por supuesto, hombres. Ni una dama a la vista. A esas horas un bar es coto privado de supuestos tiarrones que afrontan una dura jornada de trabajo. Se suponía, ¿no?
La etapa preveía alcanzar casi los 100 kilómetros de distancia y el caso es que, al final, los hemos sobrepasado. Cosas de querer recorrer la CicloExtremeña en 15 días. El objetivo es, además, llegar a Monesterio el sábado para que Alberto pueda cogerse desde allí el autobús el domingo en dos tandas: primero a Cáceres y luego ya hasta Bilbao. De ahí que al de la bachata le haya tenido que meter dos buenas kilometradas, ayer y hoy, que se ha tragado con buena nota. Pero la de hoy tenía su trampa: hemos metido mucha carretera.
Los dos primeros tramos, primero hasta Membrío y luego hasta Valencia de Alcántara nos los hemos deglutido por asfalto. Casi 60 kilómetros a la saca sin demasiada historia. Nos hemos puesto a hacer rectas y no había forma de pararnos. Al menos hasta Membrío, excepto la bajada al Jumadiel y posterior subida, la cosa era así. Luego, tras bordear un pequeño embalse a la salida de Membrío y coger una pista, la carretera tenía más curvas y algunos repechos.
En Valencia de Alcántara hemos callejeado un poco con la bici y luego nos hemos vuelto al sitio que nos han recomendado para comer unos bocatas: el Ibérica. Terraza y solete agradable han tenido su efecto: manga corta para los 40 kilómetros que nos quedaban.
A la salida de Valencia de Alcántara enseguida hemos comenzado a subir por pistas muy entretenidas entre muros de piedra. El granito de la zona se exhibe sin rubor a través de enormes moles redondeadas, algunas en equilibrios que parecen imposibles. En lo alto a la izquierda del camino aparece la ermita de Barbón en un lugar perfecto para gozar de buenas vistas. Más adelante llegamos al embalse Alpotrel, muy coqueto, donde vemos varios excursionistas. Poco después nos cruzamos con tres ciclistas, creo que los primeros que vemos desde que comenzamos la ruta. Cerdos, ovejas y vacas, cómo no, completan el paisaje.
Llegamos a la Aceña del Borrego, dejando atrás una zona de dólmenes. El calor aprieta y un bareto en el camino es demasiada tentación. Charlamos con la gente del local. El veredicto de los lugareños: hasta casi el final en Alburquerque es «to pabajo». Y contra todo pronóstico, casi casi es cierto al cien por cien. El viento de cola y el terreno favorable nos ayudan a llegar a nuestro destino muy rápido, a las 15:30, previo paso por Tres Arroyos (sí, eran tres) y una subidita final que el de la bachata ha hecho a su ritmo, o sea, sin prisa.
Bueno, esto ya es otra cosa. Pedazo de pueblo este de Alburquerque, municipio de más 5.000 habitantes, con su supercastillo de Exin en las alturas, más conocido como Castillo de Luna. Así que no les ha quedado otra que, disponiendo de semejante castillo, montarse el típico festival medieval cada año a la fresca de la segunda quincena de agosto. En algo habrá que diferenciarse del homónimo de Nuevo México, que nos gana por goleada en población, porque allí viven más de medio millón de personas. Pero, a lo que vamos, que en América seguro que no tienen ni idea de que el origen más probable del nombre de Alburquerque es el árabe Abu-al-Qurq, país de los alcornoques. Chúpate esa, moreno.
Seguimos pegados a Portugal, así que fijo que por aquí anduvieron guerreando en sus tiempos, pimpán, que te doy con la espada, espera que me defiendo con mi almofar remachado y mi armadura completa de hierro con coraza, faldaje, escarcela, culera y navaja de rodillera. ¡Toma! Así que habría momentos de repoblamiento y otros de devastación, con las tierras arrasadas. Eso sí, a día de hoy, en bici, tan tranquilos. Parece que de momento no hay follón fronterizo. Y, además, el difunto Saramago ya lo dijo bien claro: Portugal acabará integrándose en España para conformar Iberia. Eso sí, no sé cómo lo verá Puigdemont.
Estamos alojados en el Hotel Machaco. Todas las habitaciones con aire acondicionado tienen TV de pantalla plana, suelo de madera y baño privado con secador de pelo, ducha de hidromasaje y calefacción por suelo radiante. Lo típico de hoy en día. La dura vida de los señores cicloturistas de cincuenta y tantos años que no hacen sino de sufrir y sufrir. Semejante oferta de hospedaje nos ha dejado por los suelos, hundidos en la miseria de la buena vida. Eso sí, no se puede fumar y tienen fax (¿?). Es lo que anuncian, no lo digo yo. Ale, nos vemos mañana.
Relive ‘Alcántara – Alburquerque’
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