Jeremy Rifkin escribió hace ya un tiempo La era del acceso. Frente a esa concepción que a veces parecía tan arraigada de propiedad, poco a poco se ha ido consolidando el estándar de «acceder a algo cuando hace falta». La parte oscura ha tenido que ver con una reinterpretación del dinero: todo el mundo podía tenerlo porque se instauró una burbuja en la que el futuro sería el que permitiría devolverlo. Esta fe en un futuro de crecimiento sin fin del valor económico de los bienes topó con la dura realidad de la crisis allá por 2008. Especulación fue el delito.
La parte positiva fue que abrió un camino para corregir el exceso de productos y servicios disponibles. El alquiler en su más amplio sentido se abría paso. La gente podía compartir recursos ociosos y emergió un nuevo tipo de economía donde la gente se buscaba la vida para hacer negocio con sus excedentes. En ocasiones colado con la etiqueta de economía colaborativa, pero quizá sea más lógico llamarlo economía de la oportunidad o capitalismo extremo: ganar dinero con lo que sea que nos sobre.
Esta idea de «acceder» y «no poseer», según en qué sectores, cambia la relación de fuerzas. Escribo este artículo para llamar la atención sobre este nuevo panorama. Piensa por ejemplo en máquina-herramienta. Lo tradicional, el negocio de toda la vida, ha sido vender máquinas a un cliente que las usa en su proceso productivo. La máquina, sea a medida o estándar, acaba en propiedad del cliente quien con el tiempo sabrá qué tal le ha resultado la inversión. Tendrá datos de la frecuencia y tipo de averías, del mantenimiento preventivo que conviene y de la vida útil de esos artefactos que pueblan sus instalaciones.
Pero la sensórica junto con una espectacular nueva capacidad de análisis de datos cambia las reglas. ¿Y si el proveedor en vez de vender la máquina la entrega en renting? El cliente paga por uso pero la máquina y su información queda en poder del proveedor. Si los sensores que proveen de información al proveedor funcionan bien la relación de fuerzas se invierte. El proveedor sabe ahora qué pasa con su máquina sin que el cliente deba intervenir con sus datos. Pero, ¿va a ser tan fácil?, ¿esta nueva transparencia se va a aceptar sin mayor problema?
Las relaciones cliente-proveedor, siempre alabadas como vía para la mejora continua, se han movido tradicionalmente con cierto grado de oscurantismo y, por qué no decirlo, de mentira. Una transacción que nunca fue transparente. Las máquinas nunca hablaron tan alto y claro como lo pueden hacer ahora. ¿Están los humanos preparados para esta nueva desnudez a la que aboca esta nueva era de Big Data?
La propiedad sobre los datos importa. En otro plano, Facebook o Google lo han cogido por bandera. Datos para hacer negocio. ¿Por qué va a ser diferente en máquina-herramienta o en otros sectores? Los datos aparecen como la nueva tierra prometida que dará acceso a la competitividad. Así que no es de extrañar que se mire con lupa cómo queda su propiedad y gestión en las transacciones entre clientes y proveedores. ¿Había confianza? No debería haber entonces tantos problemas. ¿Pero de verdad la había entre las partes?
Quizá los datos contribuyan a evidenciar que las aguas bajaban ya turbias. El escándalo de Volkswagen admite muchas interpretaciones. Una de ellas es la que tiene que ver precisamente con esto: los datos se están convirtiendo en el centro neurálgico del poder. A ver quién es el tonto que decide perder su propiedad. Frente a la naturalidad de open data, la realidad de «esto es poder, ojo con ello».
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