Cada cual encuentra su equilibrio emocional en cuevas diferentes. La mía es la bici de monte. Desde hace años. Me aferro a rutas de larga distancia. Tres semanas dan bastante de sí. No es que me transforme y vuelva otra persona diferente a la que partió, pero cada viaje tiene algo de iniciático. Aunque repita el gesto y apriete la pedalada. Cada nueva ruta es volver a empezar. Así que mañana, de nuevo, comienza el ritual, con la pandemia como nueva variable con la que convivir.
Hasta ayer no decidí finalmente si emprendería el viaje. A la incertidumbre de los rebrotes de la COVID19 se le unen algunas circunstancias familiares delicadas. Comenzaré a pedalear, pero si hay que volverse antes de lo previsto o si hay que cambiar planes sobre la marcha, lo aceptaremos como parte del juego. Por eso he pensado que el mejor nombre que podía darle a esta ruta es Bilbao-Bilbao. Sé de dónde salgo, con una idea aproximada de lo quiero hacer -no alejarme demasiado de mi lugar habitual de residencia- y sé que volveré al lugar del que salí. Así que, Bilbao-Bilbao. No me da para más. Al final los planes para ir hasta el Mediterráneo y saldar algunas cuentas pendientes, quedan en la lista de pendientes. Eso sí, cada vez es más larga esta lista 😉
Hoy me he cortado el pelo. Prefiero que el aire penetre por ahí arriba sin dificultad. Se lo leía a Ander Izagirre y me dije que vaya casualidades tiene el cicloturismo. Bueno, a lo mejor nos queremos creer que somos únicos y no va a ser tanto. Llevo ya varios días en que trato de afinar la puesta a punto de mi particular maquinaria. Eso incluye lista de necesarios, pedaleo suave (muy poco últimamente), mochila y mapas, muchos mapas.
Conste que cada vez más la tecnología cambia los hábitos. Todavía guardo en una caja de zapatos los mapas del IGN 1:25.000. ¿Por qué siguen ahí? Son pedazos de la historia. El legado de las rutas pioneras merece un respeto. Hace tiempo que no los miro. Supongo que dentro del armario no cogerán mucho polvo. Se saben olvidados. Es ley de vida. Mañana parto desde el garaje de casa y ellos, los mapas, se seguirán quedando ahí, guardando reposo. Su resignación es admirable.
Empezaré a pedalear a primera hora de la mañana, cuando salga el sol. Es la rutina, que inicia su dictadura. Una forma como otra cualquiera de convivir con el verano. Cogeré camino del Parque Natural del Armañón, en Karrantza, un lugar que siempre me ha parecido fantástico para pedalear. No tengo prisa alguna. La típica frase de autoengaño. Pero me la digo otra vez y la escribo dos veces: suave suave. Rodamos suave suave. RSS. ¿Cuántas pedaladas daré en esta ruta? A veces las cuento. Cuando subo por un camino de mucha pendiente, cada pedalada me acerca arriba. Sufro mientras disfruto y necesito objetivos intermedios de corto alcance. Yo y mis películas.
¿Qué voy a pedalear? Como decía, no me quiero alejar mucho de Bilbao. Iré hacia Cantabria con la idea de subir a la meseta hacia Reinosa y acercarme luego a Briviesca, en donde con Alberto haremos una ruta de cuatro días por La Rioja. Voy a recorrer esta geografía más o menos conocida a golpe de pedal, con suficiente lentitud como para quedarme con detalles. Cada día, una crónica. Cada crónica en forma de pequeñas pinceladas impresionistas. La suma de todas ellas, el viaje. Y la incertidumbre que aportan los rebrotes. Ya me entendéis.
Pues eso, que esta vez llevo nueva compañía. En mi lista de necesarios nunca habían aparecido la mascarilla y el gel hidroalcohólico. Ahora no hay forma de concebir el viaje sin su presencia. Ocupan su lugar. A mitad de camino entre lo impensable y la prevención, se han hecho su hueco. Todo debe seguir girando, pero las coordenadas han cambiado. El mundo está sometido a una tensión desconocida. Y ahí, por ese sendero que queda libre, continuamos la marcha. Mañana iniciamos ruta, que es lo que importa. Me hacía falta.
Imagen de Free-Photos en Pixabay.
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Como dicen en el camino de Santiago, «buen camino»