El sudor se pegaba a su camisa mientras ascendía. Una humedad densa empapaba las ciénagas de su espíritu. Se agarraba a las vísceras. Apenas si había árboles y la tierra se había convertido en ceniza grisácea. Los pies resbalaban debido a la pendiente. Arriba, entre la bruma apenas se distinguía la cumbre. Sólo se oía el silencio, implacable e indiferente a la escena.
Se detuvo un momento a respirar. Aire húmedo otra vez. Hacia dentro, para convertir su cuerpo en objeto cada vez más pesado. Aire denso, aliento cargado de materia inerte. Inerte pero intensa. Demasiados elementos en su contra para poder avanzar por aquella pendiente. Desnuda de obstáculos y llena de trampas. Un sendero apenas perceptible que conducía a una cima estéril.
La respiración se le entrecortaba. Comenzó a toser, capturando la humedad en cada rugido. De dentro, de lo más hondo, de allá provenía un lamento ahogado y grave. Faltaba aire en aquel instante, en aquella inmensa cárcel rodeada de vacío. Tosió de nuevo y contrajo el cuerpo. Era dolor. Como todo lo demás, dolor sordo, diluido, extenso. Ladrón de ánimo. Un dolor incomprensible. Todo perdió sentido. Se mareó y cayó al suelo. Allí quedó.
La piedra. Faltaba la piedra.
Por supuesto que me acuerdo de Telémaco.
3 comentarios
Con piedra o sin ella y aunque haya encontrado la puerta del infierno , Telémaco será siempre un vecino muy querido del barrio
Muchas gracias por un homenaje tan bonito Julen, muchas gracias. Se que tú me comprendes!
Lo dicho.