Cuando era pequeño, allí en el barrio, muchos vecinos teníamos vacas. La economía familiar, al margen de que también se trabajara en las grandes fábricas de la zona, se apoyaba en aquellos animales. Y, claro, las vacas necesitaban hierba, su alimento básico. Así que, a nuestro alrededor, todo eran campas. De ahí que muchas conversaciones en casa tenían que ver, de una u otra forma, con las campas.
Todavía hoy es el día en que seguimos teniendo campas. Me las sé de memoria: Los Robles, El Socalero, La Glorieta, La Grande, La Larga y Las Viñas. Eran pequeñas parcelas que formaban parte de curiosos trueques. Cada familia buscaba terrenos cerca de su vivienda y comenzaba un complicado juego de intercambio en donde los sacos de patatas formaban parte de las contrapartidas que se acordaban.
Aquellas campas requerían derechos de paso y debían estar limpias. Se necesitaban animales que pastaran en sus terrenos para que las malas hierbas no las invadieran. Además, había que fijar bien los lindes, unas veces con estacas y alambre de espino y otras simplemente mediante los propios accidentes del terreno. Las campas, a fin de cuentas, eran básicas para la economía familiar. Solo se podía tener vacas si se las podía alimentar.
Desde luego, las campas fueron una referencia constante en mi infancia. Las que teníamos cerca, intercambiadas por otras, eran el lugar al que llevábamos las vacas a pastar y donde segábamos hierba para luego enfardar de cara al invierno. Claro que también tenían un segundo uso para la chavalería: no veáis cómo se cotizaban las que eran más o menos llanas para organizar partidos de fútbol. Sin embargo, aquello de pisar el alimento de las vacas no siempre contaba con el apoyo de los mayores. Primero las vacas, luego los niños. Otro tiempo y otro mundo.
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