El símil que enseguida viene a la cabeza es de la calculadora. Ocurrió hace ya muchos años. Las primeras calculadoras electrónicas surgieron en los años 60. Hace ya más de medio siglo comenzó una carrera que aún no ha terminado: la máquina podía hacer mejor que el humano las operaciones matemáticas. En un mundo rendido a la eficiencia no hubo vuelta atrás: si tarda menos, ¡que lo haga la máquina! Alea jacta est. Y la vida continuó.
Ahora, tras haber pasado varias pantallas, estamos en otra liga. La inteligencia artificial generativa (IAG) es capaz de escribir, en promedio, mucho mejor que nuestras chicas y chicos en la universidad. Bueno, vale, no carguemos las tintas ahí. Porque, en realidad, es capaz de escribir mejor, en promedio, mucho mejor que la mayoría de las personas.
La argumentación parece irrebatible. Voy al caso de la universidad. Voy al caso de un trabajo fin de grado o fin de máster. Sí, ese momento en el que hay que escribir «un tocho». Y sí, claro, se acepta la crítica dirigida a la línea de flotación: ¿un grado o un postgrado deben terminar con ese tipo de «tocho» de forma obligatoria? Mi respuesta: no la tengo. No lo tengo nada claro. Porque (1) sí creo que el lenguaje crea y estructura la realidad y de ahí la importancia de saber «hablar» y «escribir», pero (2) no creo que debamos ser reduccionistas y pensar que un «tocho» es la única forma de presentar contenidos. Disculpas, que pierdo el hilo. Vuelvo al caso que citaba al principio de este párrafo.
Estábamos en que aparece una argumentación irrebatible. La alumna o el alumno de turno te dice –de frente y mirándote a los ojos, pantalla y videoconferencia de por medio– que «ya sé que escribo mal, por eso uso ChatGPT». Es una forma suave de decirlo, por supuesto. Su fuerte no es la escritura y en un ejercicio de sinceridad reconoce sus limitaciones y decide que sea la IAG quien cubra esa pequeña laguna.
Por supuesto, en este «pedirle que me escriba» hay diferentes estadios. No es lo mismo que le dé un texto que ha escrito como buenamente ha podido a que le diga que lo redacte a partir de algunas ideas o que se lo redacte a partir de una petición general. El grado de acierto de la IAG tiene mucho que ver con el prompt que hayamos usado. Pero la cuestión de fondo es que esto no iba de prompts y de saber preguntar (aspecto importante que no pongo en duda). No, esto va de escribir. De generar un discurso coherente con una gramática y una sintaxis adecuadas. De que sepas las reglas básicas de la ortografía y las apliques.
Como señor mayor que soy, cada vez soy más cascarrabias. Cada vez tengo más manías. Una de ellas es que sufro demasiado con las faltas de ortografía en un trabajo fin de grado o fin de máster. Podrías pensar que los correctores ortográficos son la solución desde hace ya mucho tiempo. Pues ni por esas. Ese lado cascarrabias me dice que vamos a peor, que lo que llega a mis manos como «tochos» a leer son un vía crucis por el que debo transitar. No sé, quizá me lo merezca. A lo mejor estoy ya fuera del tiempo presente y no he sido capaz de evolucionar para tolerar faltas de ortografía. Por cierto, también las veo en documentos elaborados por el profesorado.
A veces, cuando leo estos documentos, siento que asisto a un delirio de escritura. Pero esto se va a acabar. Ahora me llegan documentos (a veces) casi sin faltas y en un correcto lenguaje neutro. Todo muy ordenado. Cada cosa en su lugar. Con la lógica de quien no sabe de connotaciones, con la lógica de que el texto es estructura. Es una estructura que quien firma el documento aún no ha sido capaz de conseguir. Al menos cuando tiene que trasladarla a un texto escrito.
La calculadora de los años 60 es la IAG de nuestros días. ¿No hagas operaciones matemáticas porque la máquina lo hace mejor que tú? ¿No redactes textos porque la IAG lo hace mejor que tú? En estas estamos. Mientras, quienes no usan IAG nos obsequian con lo de siempre: ni idea de cuándo se escribe «sino» o «si no», «a cerca de» y «a parte de» son un continuo regalo, o distinguir entre «porque», «por que», «porqué» y «por qué» es un misterio al nivel del imposible envejecimiento de Jordi Hurtado.
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