Vivimos, no hay duda, en un mundo que nos clasifica, que nos ordena, que nos pone delante o detrás. Los países disponen de cientos de indicadores para compararse entre sí. Las empresas, más de lo mismo. Las personas también. Y ahí, en las clasificaciones viaja algún que otro demonio. Porque tú y yo, comparados, salimos mejor o peor en la foto. Salimos diferentes, pero el orden en que se nos coloca nos otorga superioridad o inferioridad.
La lógica me dice que depende de cuál sea el indicador que elijas, quedar antes o después será algo que variará. Sin embargo, si en la mayoría de los que elijas, salgo por encima, entonces, ya lo siento, pero me voy a sentir superior a ti. Todo tiene que ver con las evaluaciones. Porque, claro, ¿puedes imaginar un mundo sin ellas? Por supuesto que no. Ya sabéis que una de las pocas verdades que me creo es el famoso círculo PDCA. Es un esquema muy simple que me obliga a considerar que la C (check en inglés) es innegociable. Tenemos que ver qué pensar (Plan) lo que hacemos; luego, claro está, hacerlo (Do). Después hay que que revisar o evaluar (Check) qué sucede con lo que hacemos y finalmente reajustar nuestra conducta (Act).
Más o menos cerca de la evaluación –derivada de indicadores supuestamente objetivos– se suele encontrar una consecuencia muy delicada: la superioridad moral que provoca. Tanto encontrar datos que me dicen que mi empresa lo hace mejor que la tuya, que nuestros resultados le dan mil vueltas a los vuestros, al final no queda otra: la consecuencia resulta evidente. Soy mejor que tú. Los indicadores me dan la razón.
Solo hay un problema: los datos son ideología. Un dato no puede no implicar una decisión previa. Es la que tiene que ver con qué vas a medir y cómo vas a hacerlo. Y no debes olvidar que los humanos traen consigo un sesgo cognitivo muy delicado: el sesgo de confirmación. O sea, el indicador sirve en tanto que nos da la razón. El indicador me dice que, efectivamente, mi organización es muy innovadora. Por el camino solo he tenido que encontrar aquellos datos que pudiera meter en el cajón de la innovación. Cuantos más encuentre, mejor soy. Pero, cuidado, porque cuantos más meta en ese cajón podemos caer en la perversión de hacerme trampas al solitario. Relajo el concepto de innovación y a meter más y más en el cajón.
¿Una organización es superior a otra? Para eso tenemos rankings. Por clasificaciones derivadas de ciertos indicadores que no sea. Y de esos indicadores –empeñados en darme la razón: soy el mejor– a la superioridad moral solo hay un paso. Tengo razón y tú no la tienes. Has perdido el norte. Debes hacerme caso. Tengo la verdad; vives en la mentira si pensabas que no estabas tan mal.
Bajar en la clasificación suele provocar, igualmente, trampas al solitario. Es la negación del problema. Aunque haya datos que digan que no vamos bien, puede ocurrir, por muy paradójico que parezca, que neguemos los datos, que los escondamos, que hagamos lo que haga falta para que no nos hagan daño en nuestra autoestima. Las clasificaciones llevan consigo un punto de perversión a veces difícil de evitar. De un lado generan superioridad moral –algo que no debemos tomarnos a la ligera porque puede conducir a desastres de magnitudes escandalosas– y, de otro, generan negación de la realidad.
De todo esto se deduce una conclusión: hay que hilar fino con las varas de medir. Entran en juego aspectos emocionales que hay que encarar. Hace tiempo que los rankings, en general, provocan en mí un estado de desconfianza. Como decía, es casi impensable pensar en un mundo sin clasificaciones, pero hace falta madurez para valorarlas, valga la redundancia, en su justa medida. Una cosa es «estar en un lugar de la clasificación» y otra muy distinta que ello se traduzca en «ser». Lo primero presupone un determinado momento; lo segundo conduce claramente al prejuicio.
Imagen de Vilve Roosioks en Pixabay.