Las moñigas

by Julen

No quiero parecer demasiado escatológico. Simplemente, cuando pienso en mi infancia, los animales están omnipresentes. Hoy hablamos de economía circular. Entonces, hace cincuenta años, la idea era aprovechar todo lo que se pudiera. Pues bien, entre los desechos más cotizados, no hay duda de que las moñigas de las vacas ocupaban un puesto preferente en la economía familiar. Por cierto, en casa siempre las llamamos moñigas, aunque sé que en otros lugares se refieren a ellas como boñigas.

Quizá por aquella convivencia tan natural con los excrementos de las vacas, hoy es el día que su olor no me es en absoluto desagradable. Recuerdo el lugar en el que mi abuelo iba amontonando aquel abono, tan necesario para enriquecer y hacer más fértil el suelo en el que cultivaba hortalizas, cereales o tubérculos. Veo la montaña de moñiga y la recuerdo como parte del paisaje natural de mi infancia.

Eso sí, quedaba un tanto oculta, detrás de la cuadra de las vacas —en casa siempre distinguimos entre la cuadra de las vacas y la de las gallinas—. Cuando llegaba el momento había que arremangarse para entrar allí y comenzar con la carga para el transporte hasta donde fuera necesario el estiércol.  Era, lo reconozco, la parte que podía resultar más repulsiva. Pero, una vez que comenzaba la faena, todo parecía natural. En general, lo hacía mi abuelo, pero ya me recuerdo, con katiuskas, andar metido en la fiesta.

Las vacas no daban solo leche. Las vacas proporcionaban el fertilizante natural para la tierra. Era un material que se tenía en gran estima. Por eso había que recoger las moñigas y retirarlas hasta el estercolero. No era ningún juego; era un medio de vida. Aquellas moñigas forman parte de mi infancia.

Imagen de Pia en Pixabay.

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