Las patatas

by Julen

Al lado de casa teníamos un terreno en el que mi abuelo cultivaba las típicas hortalizas. Ese «terreno», en realidad, eran dos diferentes, uno pegado a la casa y otro que quedaba un poco más separado. En este segundo es donde siempre se sembraban patatas. No podían faltar. Y las patatas exigían, como cualquier cultivo, su ciclo natural de cuidados. Porque sí, había que cuidar bien a las patatas, otro alimento básico de nuestra dieta infantil.

Primero tocaba la siembra y, claro, había que elegir las mejores patatas de las que luego saldrían las plantas. En casa sembrábamos patatas rojas y patatas blancas. Las primeras solían ser más pequeñas y no sé muy bien por qué, siempre tuvieron más fama. La blanca salía más grande, pero la roja aportaba cierta distinción al sembrado. Antes de plantar teníamos que hacer un surco con la azada y luego se echaban las patatas, separadas entre sí por una pequeña distancia.

De vez en cuando me dejaban salsear un poco en aquellas tareas. De la misma forma que cuando había que sallarlas o luego, al final, para recogerlas. Siempre recuerdo los juramentos que se le escapaban a mi abuelo cuando, sin querer, el caco atravesaba una patata antes de recolectarla. Era como si se le fueran años de vida por cada patata que salía lastimada.

Una vez recolectadas, las patatas se iban a vivir al camarote. Allí quedaban esparcidas por el suelo y con el paso del tiempo se iban arrugando. De todas maneras, aguantaban mucho tiempo. Supongo que arriba en el camarote se daban buenas condiciones para su almacenamiento. Sin embargo, el paso de las semanas provocaba que les aparecieran ojos. Era el momento de empezar a pensar que o las comíamos pronto o corrían el riesgo de morir.

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